EL CORAZÓN

DE LAS

TINIEBLAS

 

 

 

 

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JOSEPH CONRAD

 

 

EL CORAZÓN

DE LAS

TINIEBLAS

 

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Edición y traducción de

MERCEDES ROSÚA DELGADO

 

 

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Título original: Heart of Darkness

 

Primera edición impresa: octubre 2010

Primera edición en e-book: febrero 2012

 

© de la edición y traducción: Mercedes Rosúa Delgado, 2010, 2012

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

 

www.edhasa.es

 

Ilustración de cubierta: J.M. William Turner: Paz Entierro en el mar (óleo sobre lienzo, 1842, detalle), Tate Gallery, Londres.

Diseño gráfico: RQ

 

ISBN 978-84-9740-459-4

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes,

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PRESENTACIÓN

 

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¿Te atreverías con el horror? El auténtico, el total, el absoluto. Más allá de asesinos y aparecidos, de relatos sanguinolentos e historias de fantasmas. El horror que puede residir —que probablemente reside— en tu interior, en el de cada uno de los otros, como un monstruo que hiberna cubierto por el pelaje de las civilizadas circunstancias, allá en el fondo, ignorado como un alien, pero capaz cuando se alza de ocupar la persona toda.

Este libro es un viaje hacia ese último punto, más allá del gran río y de los seres —animales, humanos, vegetales— que preceden al final torbellino al que, como los acompañantes de Kurtz y el testigo de sus últimos días, Marlow, el lector llega a asomarse intentando no precipitarse en él. En El corazón de las tinieblas hay aventuras, caníbales, selva virgen, hechiceros, flechas y fusiles. Pero nada de esto es comparable con la llegada ante el rostro desnudo del verdadero espanto. El que, una vez visto, se instala para siempre en el recuerdo.

 

 

LA ÉPOCA

 

En el último año del siglo XIX, que es cuando se escribe esta novela, África no era ya la «tierra de leones» que vagamente cartografiaban los antiguos, pero aún había en ella espacios ignotos y era recorrida por exploradores que buscaban territorios míticos: las fuentes del Nilo, los cementerios de elefantes, las minas del Rey Salomón, las nieves del Kilimanjaro. De manera menos poética, era ese continente de fronteras artificialmente trazadas a escuadra y cartabón (como revelan todavía los mapas) por las grandes potencias europeas, de guarniciones y de puestos comerciales que, desde la costa, se encaramaban por las únicas rutas de los grandes ríos hacia un interior que era la pura imagen del «otro», de un espacio, una humanidad y un ambiente ajenos en todo al mundo civilizado.

 

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Arriba: Stanley Falls (también llamadas Boyoma Falls), conjunto de las siete cataratas en el curso del río Lualaba, en el Congo, añoradas por Conrad cuando niño.

 

Abajo: tablero para un juego de mesa de la época victoriana, que muestra el viaje de Stanley y Livingstone por África central, desde el océano Atlántico al Índico.

 

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En 1868 un niño de nueve años, Conrad, señala en el mapa el territorio en blanco —que será Stanley Falls— al que cuando sea mayor se propone ir. El explorador que dará nombre a tal lugar ha recorrido la jungla de África ecuatorial, trazado el curso del río Congo y hallado en 1871 a un explorador misionero que se creía perdido, a quien dirige el saludo que quedará para la Historia: ¿El doctor Livingstone, supongo? Por Europa circulan los libros de Stanley A través del Continente Negro y En lo s negro de África. Navegación y comercio, junto con ferrocarriles, técnica y auge demográfico, impulsaban la Revolución Industrial, y las compañías inglesas, francesas, holandesas, belgas extraían con avidez materias primas, productos exóticos y un elemento, el marfil, que se había convertido en fetiche y símbolo de riqueza. España, mientras, languidecía en el recuerdo de sus perdidas provincias americanas. Mucho antes, en 1482, el portugués Diego Câo había sido el primer europeo en explorar la zona y establecer en el Congo puestos comerciales. Bélgica, independiente sólo desde 1831, se modernizó con rapidez y su rey, Leopoldo II, dirigía desde Bruselas, como propiedad personal, un vasto territorio africano, el Congo Belga, luego Zaire. Lo que el rey presentaba como empresa civilizadora y cristiana pasó a ser, en la práctica, una franquicia de explotación sin escrúpulos que esclavizó y diezmó a los nativos. Hasta que el movimiento de denuncia de tales atrocidades, impulsado por gente de la talla de Morel, Casement (a quien conoció Conrad en el Congo), Sheppard o Williams, tuvo fruto y puso las bases de futuras asociaciones pro Derechos Humanos.

 

 

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Expedición colonialista europea al África.

Ilustración publicada en el suplemento semanal de Le petit journal, París, 1913.

 

 

El corazón del mundo industrializado era en el siglo XIX Londres, la «Madre de las Ciudades» en palabras de la época, y su sangre las vías fluviales y marítimas cuyo libre tránsito se consideraba esencial. El globo terrestre se hacía familiar a ojos vistas, tentaba, ofrecía oportunidades, apremiaba con la necesidad de establecer nuevas esferas de influencia y acción. Y en él habitaban, a la vez, todas las etapas de la evolución, y adaptación, de la especie, hombres para quienes era magia el pitido de un barco y el humo de una chimenea, plantas semejantes a la vegetación intacta de cuando los bosques eran señores de la tierra, depredadores blancos ansiosos de practicar el tiro con un grupo indígena de las márgenes del río, depredadores negros deseosos de organizarse un festín caníbal con los miembros (en todos los sentidos de la palabra) de otra tribu.

Pensadores, geógrafos, filósofos, misioneros, políticos, investigadores, intelectuales de todo tipo y simples individuos con inquietudes, sentido común, humanidad, inteligencia y escrúpulos también habían emprendido una búsqueda de referencias, datos, teorías e ideas que proporcionaran un marco de referencia, un proyecto moral, una jerarquía de valores distintos al expolio, la agresión, la violencia y el abuso de las poblaciones nativas. El siglo XIX se cierra, y el XX se abre, con un conflicto entre torpe colonialismo y proyecto de civilización y progreso, universalidad de los valores humanos y facilidad del retroceso a la barbarie, conflicto que, de hecho, continúa hasta el día de hoy.

 

 

CONTEXTO LITERARIO

 

El siglo XIX es la época de las grandes novelas, de las narraciones de aventuras que corresponden, en la vida real, a la expansión de los europeos por los cinco continentes, a la descripción de las vastas extensiones rgenes y a la curiosidad y sed literaria de una población en rápido crecimiento de su demografía, su curiosidad y expectativas y de su poder de compra.

Es, además, una época durablemente impregnada por el realismo y el naturalismo, por la descripción amarga de unos seres humanos estrictamente condicionados por su medio y herencia. Sin embargo, los individuos tienen papel esencial y contradicen el excesivo determinismo de quienes buscan en las circunstancias la explicación de todo. En las novelas aparecen personas de notable capacidad de juicio y de movimientos, caracteres muy marcados capaces de pasión y, a la vez, de distanciamiento, y dotados de una carencia de trabas intelectuales y verbales que otorga credibilidad a sus palabras y contrasta con el temor actual a expresar lo políticamente incorrecto.

En dirección contraria al realismo se encuentran el relato fantástico, el cuento de terror y el folletín sentimental o el de crímenes, que irán creando algunas obras excelentes y grandes cantidades de otras de simple entretenimiento.

En los umbrales del siglo XX, la novela moderna significa la fragmentación e introspección del relato, el manejo subjetivo del tiempo, la diversidad en los recursos estilísticos que centran la atención en distintos puntos de vista, seres, lugares e incluso elementos naturales y objetos que adquieren personalidad y ocupan el primer plano. Ciudades y aldeas, campos y ríos, costas y montañas pasan de marcos de una acción a seres determinantes en el desarrollo y rasgos esenciales de la trama. El retrato de los personajes se realiza, por otra parte, con trazos muy someros que recuerdan a la pintura impresionista; y más importante que las largas descripciones físicas es el apunte sobre gestos, menudos detalles, comportamientos, fruto de una rápida visión y de un rápido esbozo. El esquema tradicional de planteamiento, nudo y desenlace desaparece, pasa a ser tan diverso como el escritor y el tema lo requieran, y se somete por entero al fragmento de vida y de experiencia que se pretende transmitir, al mensaje o al sentimiento, a la pretensión científica o al simple deseo de entretener al lector con una sucesión de peripecias y una serie de descripciones con frecuencia exóticas.

La novela moderna es también la de tesis, aquélla que expone, abierta o veladamente, una teoría, una idea, un intento de comprensión y de explicación de los sucesos, condiciones y existencia que al narrador le ha tocado vivir. Es, por lo mismo, con frecuencia de final abierto e inquietante, despegada y solitaria como sus desarraigados protagonistas y sus autores. Aparecen subgéneros que corren paralelos a la actividad de los desplazamientos humanos y a las exploraciones geográficas; tal es el caso de las novelas de navegaciones, de la presencia insistente en la literatura de barcos, carruajes y ferrocarriles, del nacimiento de la ciencia ficción y de la presencia de cazadores, guías, exploradores, colonos y viajeros.

La novela de esta época florece y reina en un momento quizás irrepetible, de rara libertad. Sus autores no dependen sino de la creciente demanda de los lectores, se expresan con audacia, no sienten la coacción de múltiples medios comunicativos e insistentes mensajes subliminales. Por ello dejan en el lector el sabor inconfundible de la expresión carente de consignas, de la sustancia literaria aún no tocada por la autocensura; capaz, por ello, de transmitir calidad y de introducirse en el centro del «otro» y su experiencia.

 

 

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Arriba: Berdyczów a finales del siglo XIX.

Derecha: el joven Conrad.

Abajo: izquierda, las dos caras de la moneda conmemorativa del autor, emitida en 2007 por el Banco Nacional Polaco, por un valor de 200 zlotys; derecha, monumento a Conrad en el puerto de Gdynia, en la costa polaca del Báltico.

 

 

 

EL AUTOR

 

A los diecisiete años Conrad decide, en el puerto de Marsella, el curso de una vida que ya sabía de deportaciones, orfandad y desplazamientos. Ha nacido en 1857 en Berdyczów, la Ucrania actual, y es un polaco cuya familia, culta, aristócrata y nacionalista, se rebela contra la opresión rusa, lo que los llevará a todos a las penurias de la persecución, la cárcel, la enfermedad y el exilio. El ambiente de su infancia es culto, intelectual y apasionado. Su padre es poeta, traductor y dramaturgo, y paga con salud y vida la defensa de sus ideales independentistas polacos. Además de políglota, Conrad será un autodidacta con amplios conocimientos literarios y geográficos. En 1865, a los once años, tras la muerte de su madre, Ewa, a la que siguió la del padre, Apollo, en el 69, el niño pasó a la tutela de su tío. El alto nivel cultural de sus padres es visible en el temprano aprendizaje del inglés y las variadas lecturas. Tras una breve estancia en Suiza, desciende a Italia, llega por primera vez al mar y, en el 74, busca trabajo en los barcos mercantes que zarpan de Marsella rumbo a África, Asia y las Indias Occidentales.

Los años que siguen son de navegaciones, empresas diversas, como el transporte ilegal de armas para los carlistas españoles, amistad con personajes que formarán parte luego de su universo literario, pasión por el juego, grandes deudas y un intento de suicidio en el que la bala le atraviesa de parte a parte a ras del corazón. Pero ese disparo en el pecho marca el pistoletazo de salida de una nueva y duradera etapa: la del navegante de carrera y la gestación del escritor. En los libros de Conrad hallarán cobijo algunos personajes y lugares que pertenecen al recuerdo de su primera y turbulenta juventud. Con veintiún años, en 1878 llega por vez primera al Reino Unido, donde trabaja en un vapor costero. A continuación aprueba el examen de oficial de Marina y logra la ciudadanía británica; continúa su carrera, se hace capitán y se instala por completo en la que será ya, probablemente, su patria real: la lengua inglesa. Ha cambiado su nombre original polaco, Józef Teodor Konrad Korzeniowski, de difícil pronunciación, por Joseph Conrad, y no escribirá libros en polaco jamás.

 

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Izquierda: Conrad con su mujer e hijo.

Arriba: a bordo del Tuscania, rumboa Norteamérica.

 

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Página del manuscrito autógrafo original de El corazón... (el texto corresponde, en esta edición, a página 164). A la derecha, una curiosidad: un dibujo hecho por Conrad en 1911.

 

 

Redacta su primera historia, The Black Mate. Durante sus primeras vacaciones largas en Londres, a los treinta y un años, de los que ha pasado casi la mitad en el mar, comienza a escribir La locura de Almayer. En 1890 firma un contrato como capitán de un barco fluvial con la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Alto Congo. La iniciativa responde a una larga fascinación infantil por —en sus propias palabras— «el corazón blanco de África». Lo que debían de ser tres años se reduce a seis meses en la zona, tras los que debe volver, enfermo y profundamente decepcionado, a Inglaterra. Más tarde, en su ensayo Geografía y algunos exploradores, define aquella situación como «La más vil rebatiña en busca de botín que ha desfigurado jamás la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica». El principal botín de Conrad será, amén de las secuelas físicas, una carga de escepticismo y amargura que le acompañaría el resto de su vida.

La experiencia del trópico colonial, el contacto con la apariencia de orden y el imperio del absurdo y la degradación, los altos principios e ideales civilizadores que se defendían en Europa y la sórdida y rapaz estulticia en tierra africana, le produjeron una especial impresión tan disolvente en lo moral como abrumadora en lo psicológico y en lo físico. En su viaje al interior del Congo, tras costear hasta Boma, navegó hasta Matadi y de allí fue por tierra 370 kilómetros hasta Stanley Pool (hoy Kinshasa), para navegar de nuevo río arriba hacia Stanley Falls (Kisangani). En el trayecto se embarcó a un agente muy enfermo, que moriría durante el viaje. Éste tenía un apellido alemán, Klein, y ninguna relevancia; también oyó hablar de otro agente que pretendía luchar contra el salvajismo y costumbres bárbaras y que fue asesinado.

 

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Joseph Conrad en 1904 (foto de George Charles Beresford). Debajo, firma autógrafa.

 

 

Tras restablecerse, Conrad volvió al mar, pero ya por poco tiempo. El trópico le había dejado huella y en 1894, a los treinta y siete años, renunció a su carrera de marino. Anclado definitivamente en tierra, se casa dos años después con Jessie George y se dedica plenamente a la literatura. En 1899 acaba El corazón de las tinieblas. En cierto momento, una organización humanitaria internacional, el Movimiento para la Reforma del Congo, que luchaba contra el atentado contra los derechos humanos en aquella región de África, solicitó su adhesión. A la asociación pertenecían, entre otros, el norteamericano Mark Twain y el británico Arthur Conan Doyle. Pero Conrad, aunque apoyaba sus principios, declinó la oferta. Siguió publicando durante la primera guerra mundial, en la que uno de sus dos hijos quedó en el frente gravemente dañado por los gases. Su mujer padeció una penosa enfermedad. Conrad murió de un ataque al corazón en 1924.

 

 

 

 

 

LA OBRA

 

En la breve novela que es El corazón de las tinieblas se concentra el largo, inacabado y más trágico de los relatos: el que enfrenta con el auténtico horror que se cobija en lo más profundo de cada cual, aquél impredecible y cuya manifestación sólo depende de agentes oscuros y de las circunstancias.

Durante una noche de espera forzosa del cambio de marea, anclados en el Támesis, unos marineros escuchan a su compañero Marlow, que, invisible y sentado en la popa del barco, reducido por las sombras a una pura voz, les cuenta una de sus historias. Se trata de su viaje a África central, de la visión decepcionada, asqueada e irónica del comportamiento de los agentes de la compañía comercial respecto a la población indígena, de la paradoja entre la humanidad insoslayable y el aspecto y las prácticas de los nativos, y del contacto con una naturaleza misteriosa y temible. Todos los esquemas morales y referencias del narrador se van desmoronando con lentitud ante la inmensidad desconocida, en la que poco a poco se sumerge. El hilo conductor de la trama es un personaje, el agente Kurtz, elevado a la categoría de mito por las tribus, que lo adoran, y por los europeos, que envidian sus logros y sus dotes y que no soportaban su ardiente defensa de ideales civilizadores. El encuentro entre él y Marlow sólo se produce al final, de forma que el suspense de la novela reside, sin perder tensión en ningún momento, en las diversas referencias a Kurtz, al poder de su voz, a la magia de su elocuencia, en la incógnita sobre la extraña fuerza que posee, en los recuerdos dispersos, las críticas y los temores de los que lo trataron, en la probabilidad de su muerte. Con un telón de fondo que es, de por sí, protagonista y corresponde a una selva omnipotente, inmemorial, gigantesca, tan ajena a la historia, a las leyes y al efímero mundo de los blancos como dotada de formas de comportamiento y vida que pertenecen al magma primordial y a las eras remotas de la feroz supervivencia.

No se trata de una novela de aventuras. Éstas constituyen tan sólo su primera capa visible, el marco de una acción cuyas etapas principales transcurren de forma paralela en el interior y exterior de los personajes. Tampoco es una novela de tesis destinada a denunciar el colonialismo. Marlow constata abusos y atrocidades con la mirada distante de quien se mantiene al margen y con la honestidad individual que hace sus observaciones infinitamente más creíbles que las frases dictadas por consignas. Lo hace en un largo monólogo precedido por los juegos de luz y sombra de la luz sobre otro gran río y concluido en el mismo río horas más tarde. En ese bucle de espacio y de tiempo se desarrolla una técnica de contrastes: ciudades/selva, Roma clásica/Britania salvaje, Támesis/Congo, luz/tinieblas; muros, calles y recintos opresivos/ espacios como el mar y el cielo, limpios, libres y amplios; amante africana/prometida belga, crueldad/filantropía. Caído, por la superioridad de su carácter e ideales, Kurtz se precipita en una profundidad mucho mayor, en los abismos de la ambición, el crimen y la barbarie, gusta del ilimitado poder personal que ignora morales y leyes, y acepta, en una regresión vertiginosa, el abrazo de la selva. Descubre así la monstruosa y postrera lógica, el dios negro del vacío, la atracción suprema del horror de la que únicamente se salva quien, como Marlow y tantos otros, acierta a echar el pie atrás en el último momento.

Hay en toda la historia un sentimiento evidente de peregrinación iniciática tanto hacia lo desconocido, el entorno salvaje y las eras remotas de la Tierra, como hacia el núcleo tenebroso que yace en el interior del ser humano. La narración es voluntariamente vaga respecto a nombres de lugares y personas; pero a la vez es plástica, lineal, con elementos surrealistas y saltos en el tiempo que corresponden a la agudeza o banalidad de las percepciones y a la general presencia del absurdo, que llevará a Marlow a la vivencia del pánico en estado puro. Su rescate de Kurtz y el atisbo de su alma en la agonía le harán leal para siempre a su recuerdo porque es la pesadilla que el marinero ha escogido. No hay en el relato exotismo, ni descripción superflua, ni la adjetivación, abundante y muy sensorial, es gratuita. Existe un uso del detalle que sirve de contrapunto, a manera de metáfora directa, de lo ridículo y minúsculo frente a la grandeza: el cubo agujereado, las moscas, los disparos a la selva. El ambiente es de obsesión, niebla, fiebre y vértigo ante la intuición, como respuesta final a las grandes tinieblas definitivas.

Los personajes son netos y pintados con rápidos trazos impresionistas, según su comportamiento y algunos rasgos físicos. Kurtz es la grandeza vencida por la opción del lado oscuro y es una «Voz». Marlow es el marinero reservado y solitario que mantiene una honestidad distante. Los demás europeos desfilan al ritmo de la navegación y su pequeñez de espíritu resalta la personalidad mítica del agente objeto de la búsqueda; colectivamente recuerdan a los esperpentos de Valle-Inclán: son patéticas y dañinas bandas de «peregrinos» jactanciosos, torpes, ruidosos y vulgares, que contrastan con la silenciosa eficacia del marino y con la dureza y adaptabilidad de los africanos. Tipos como el mecánico, el contable o el joven ruso son introducidos de manera breve pero lograda. Por último, las mujeres corresponden al prototipo victoriano y a la imagen idealizada y lejana que de ellas, en un mundo de hombres, se tiene. Amante africana, prometida europea y tía del narrador se valoran y definen en función del hombre, objeto de su fidelidad y cuidados, y se sitúan en una esfera ajena a las realidades de este mundo y en la que se considera deben permanecer.

Pero el gran personaje antagonista que se alza tras el precario decorado occidental de los asentamientos ribereños es la Selva y el hechizo de su lejano, indescriptible, corazón.

 

 

INFLUENCIAS

 

Entre los escritores que más influyeron en Conrad puede citarse a Gustave Flaubert, Stéphane Mallarmé, Henry James y H. G. Wells, autor de La Guerra de los Mundos, a quien dedicó Conrad otra de sus grandes novelas, El agente secreto.

Conrad influyó a su vez en otros, como Graham Greene (quien confesó que había cesado de leer a Conrad por lo mucho que éste le influía), George Orwell (quien, cuando estaba escribiendo 1984, señaló su estima por la visión política de Conrad), William Golding (véase El Señor de las Moscas), Louis-Ferdinand Céline y Jorge Luis Borges (el cual le consideraba el máximo novelista). El poeta T. S. Eliot utilizó originariamente la exclamación ¡El horror! ¡El horror! como epígrafe de su largo poema sobre la oscuridad espiritual del siglo XX The Waste Land.

 

 

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EL CORAZÓN
DE LAS
TINIEBLAS

 

 

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Un navío bergantín espera en el puerto para zarpar.