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Interacciones arriesgadas

Eric Landowski

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Colección Biblioteca Universidad de Lima

© Eric Landowski
De la traducción: Desiderio Blanco

© De esta edición:
Universidad de Lima
Fondo Editorial
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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-317-5

Índice

I. Entre semiótica, antropología y filosofía

1. Marginalidad del sentido, precariedad del sujeto

2. Entre la insignificancia y el sinsentido, el riesgo aceptado

II. De la programación a la estrategia

1. Dos formas de regularidad

2. Condiciones de la interacción estratégica

3. Incertidumbres de la manipulación

III. Problemas de interpretación y de fronteras

1. De lo tecnológico a lo político

2. Regularidad de la irregularidad

3. La parte de lo simbólico

4. Dos formas de motivación

IV. El régimen del ajuste

1. Hacer ser, hacer creer, hacer sentir

2. Dos formas de sensibilidad

3. El que pierde gana

V. Prever lo inesperado, anticipar lo imprevisto

1. Riesgos contingentes, riesgos necesarios

2. Puntos de vista, aspectos y “estilos de vida”

3. El régimen del accidente

4. Dos formas de lo aleatorio

VI. A riesgo del sentido

1. Modelo: Relaciones sintácticas

2. Investimientos semánticos

3. Más acá de la interacción, la coincidencia

VII. Teorías de la interacción e interacciones teóricas

Comentario de Jacques Fontanille

Bibliografía

I

Entre semiótica, antropología y filosofía

Al pretender dar cuenta de las condiciones de emergencia del sentido en los discursos y en las prácticas significantes más diversas, la semiótica se presenta como una disciplina con miras empíricas y descriptivas, una entre otras, en el marco de las ciencias humanas. Cercana a la vez a la lingüística y a la antropología, se ha dotado de un metalenguaje y de modelos que le permiten describir no las cosas mismas, sino la manera como las convertimos en significantes proyectando sobre ellas una mirada que organiza sus relaciones. Ese desplazamiento, que constituye la especificidad de la disciplina, fija también sus límites: al prohibirnos estatuir sobre el ser, nos tenemos que limitar a analizar, a comparar, a interpretar los dispositivos simbólicos a través de los cuales la realidad llega a hacer sentido para los sujetos. Observadores distanciados por exigencias de método, y relativistas por profesión, nos mantendremos, por lo mismo, desligados y seremos escépticos por hábito.

Pero todo eso no es tal vez más que apariencia. Porque, a pesar de todas nuestras precauciones epistemológicas y de los centinelas metodológicos de los que nos rodeamos, sigue al mismo tiempo en pie, en el fondo de nuestra interrogación sobre el sentido, una cuestión originaria, absolutamente ingenua por comparación: se trata de la cuestión del “sentido de la vida” –de la vida misma, ni más ni menos–. Esa expresión, frecuente en boca de Greimas, encuentra diversos equivalentes en sus escritos. Por ejemplo, en las primeras páginas de Semántica estructural, donde se trata de nuestra manera de ser-en-el-mundo en cuanto mundo significante. “El mundo humano se define esencialmente como el mundo de la significación”: justamente, el autor se “pone a reflexionar” sobre las especificidades de esa realidad “a la vez omnipresente y multiforme” que es la significación en cuanto dimensión existencial de nuestra condición.1

Mas en ese caso, si la interrogación fundamental que sostiene nuestras investigaciones, incluso las más empíricas, se refiere verdaderamente al “sentido de la vida”, si lo que las justifica, o en todo caso, lo que las motiva en lo más profundo, pertenece realmente a ese orden, ¿en qué consiste exactamente el género de semiótica que hacemos, o al cual aspiramos? ¿En una simple analítica de los discursos y de las prácticas significantes? ¿O no sucederá en realidad que nuestras miras últimas sobrepasan en parte ese marco, por así decirlo, demasiado modesto? De hecho, elegir como objeto de reflexión última una cuestión tan global como la de la “situación del hombre” –“literalmente asediado por significaciones que lo solicitan por todas partes”, “desde la mañana hasta la noche y desde la edad prenatal hasta la muerte”–2 ¿no supone optar por un trabajo de tipo casi filosófico, cercano a la fenomenología?

Cada una de esas opciones tiene sus partidarios, y sería fácil radicalizar las diferencias de actitudes epistemológicas, que oponen una ciencia del texto, de rigor extremo, a una reflexión más libre sobre la experiencia del sentido. Sin embargo, ese desnivel puede y debe incluso ser superado porque también es ilusorio. No existe por un lado una semiótica pura y dura, digna del nombre de ciencia, y por otro, una orientación puramente impresionista por estar anclada en la vivencia. Una reflexión abierta a las inspiraciones o a las interrogaciones filosóficas y orientada a lo existencial, no es necesariamente menos rigurosa en términos de conceptualización y de procedimientos de análisis –menos “dura”– que una orientación exclusivamente centrada en la descripción de los textosobjetos. E inversamente, incluso la orientación analítica más apegada a las condiciones de su propia cientificidad (la más vigilante en materia de metalenguaje, la más exigente en cuanto a formalización y a modelizaciones, la más intransigente frente a los demonios de la intuición y de las vivencias) no puede en realidad ser más “pura” que la del semiótico sospechoso de laxismo, que confiesa estar implicado en lo que se halla detrás de su objeto, es decir, en la cuestión del sentido o del valor de la “vida”. Porque, incluso si opta por la primera actitud, los modelos que uno se esfuerza por construir para ponerla en marcha no son jamás, y, en nuestro dominio, no pueden ser puros instrumentos descriptivos, neutros y vacíos de contenido. Aun los más generales, los más abstractos y los mejor formalizados son en sí mismos portadores de sentido, y, con frecuencia, de valores. Así, solo por el hecho de utilizarlos, creyendo limitarse a construir el sentido de los textos o de las prácticas tomadas por objetos, en realidad ya se toma posición, implícitamente, sobre el estatuto de las cosas mismas.

Eso es lo que sucede, por ejemplo, con el “esquema narrativo”, aunque sea uno de los instrumentos de análisis menos cuestionado de la semiótica en cuanto ciencia del texto y, por extensión, en cuanto teoría de la acción. Derivado del análisis del cuento popular, al colocar el orden como un dato inicial, y su restablecimiento final como meta en sí, se constituye en portador de una visión del mundo que conlleva en sí misma toda una “filosofía”. Caracterizándolo como un “marco formal en el que viene a inscribirse el sentido de la vida”, ¿el propio Greimas no fue acaso el primero en atribuirle el valor de un modelo “ideológico”?3¡Ciertamente, esa no es razón suficiente para rechazarlo! En cambio, semejante reconocimiento inevitablemente mitiga un poco la idea que podríamos querer hacernos de una ciencia semiótica pura, totalmente deductiva y sin compromiso alguno. De hecho, no hay semiótica (ni ninguna otra ciencia humana o social) libre de todo compromiso con el sentido, y ninguno de nuestros instrumentos de análisis deja de estar contaminado, en mayor o menor grado, por su objeto. Si eso salta a la vista en el caso del esquema narrativo, es casi igualmente evidente en lo que se refiere al “esquema actancial”, el cual procede de una concepción moral, psicológica, social, política y hasta jurídica muy precisa, relativa al estatuto del sujeto en relación con su “destinador”. Y lo mismo ocurre con configuraciones más particulares, como la “manipulación” y la “programación”, de las cuales, entre otras, nos ocuparemos pronto.

En efecto, en las páginas que siguen se tratará de confrontar entre sí diversos regímenes de construcción del sentido, a propósito de los cuales se observará que están ligados, en el plano empírico, a distintos tipos de prácticas interaccionales y, desde el punto de vista teórico, a otras tantas problemáticas posibles de la interacción. Analizando tanto esas prácticas como las modalidades de su teorización en semiótica, nuestro objetivo será de dos órdenes. Primero, de orden técnico: partiendo del examen de las esquematizaciones gramaticales (o narrativas) existentes, trataremos de completarlas, añadiendo algunos instrumentos nuevos de descripción. Pero al mismo tiempo, tomando en cuenta las observaciones que anteceden, nos preguntaremos, más en profundidad, por la significación y por el alcance antropológico de dichos modelos. En su diversidad, así como las prácticas de las que dan cuenta, remiten a ontologías distintas, y cada uno de ellos supone un régimen específico de relaciones con el mundo: ¿cuáles son, pues, caso por caso, sus implicaciones en términos existenciales? Esta reflexión desembocará en la construcción de un metamodelo de orden más general, que apunta a explicitar el estilo de respuesta que aporta finalmente cada una de las configuraciones así puestas en relación, a la cuestión del “sentido de la vida”.

En general, como semióticos, tratamos de no tomarnos a nosotros mismos por “filósofos”. No obstante, la naturaleza misma de nuestro proyecto, que consiste en dar cuenta de las maneras socialmente atestiguadas de construir el sentido, nos lleva en realidad a filosofar (o a metafilosofar) permanentemente, esquematizando los principios de construcción del sentido que se utilizan allí donde se crea sentido. He ahí, precisamente, lo que quisiéramos poner de manifiesto: el contenido filosófico latente de los modelos que elaboramos, su alcance existencial –dimensiones generalmente enmascaradas por la tecnicidad de nuestros instrumentos y de nuestros objetivos inmediatos.

1. MARGINALIDAD DEL SENTIDO, PRECARIEDAD DEL SUJETO

Para caracterizar nuestra condición, o por lo menos la del “escritor”, Barthes tomó de Merleau-Ponty una fórmula bastante extraña, que a Greimas también le gustaba repetir, generalizándola: seres semióticos por naturaleza, estaríamos por naturaleza “condenados al sentido”.4 ¿Pero lo verdadero no será más bien que, lejos de imponernos su presencia, el sentido debe ser conquistado sobre un fondo primitivo de sinsentido? Dos tipos de experiencias muy ordinarias parecen atestiguarlo. Primero, el hastío, ese estado de alma en el que el mundo, vacío de sentido, de interés, de valor, da la impresión de estar ausente y en el que, correlativamente, el sujeto permanece postrado en el sentimiento de su propia incapacidad de existir. Después, la experiencia del dolor, en la que el mundo parece, por el contrario, concentrarse entero en los límites del propio cuerpo bajo la forma de una presencia invasiva, la del mal que se ensaña en atormentarnos, y ello de manera tanto más difícil de soportar cuanto que nos parece privado de sentido.5

A partir de tales estados de encierro en la insignificancia o en el sinsentido, se concibe que la experiencia del sentido pueda ser vista como una posibilidad de salvación, una liberación, una “escapatoria”, decía Greimas.6 Sin embargo, si el sentido es lo que puede salvarnos, ¿cómo pretender, por otro lado, que estemos “condenados” a él? Paradoja puramente aparente, que radica solo en el hecho de que la fórmula extraída de Merleau-Ponty es elíptica. Para comprenderla, basta con completarla: aquello a lo que estamos condenados es a construir el sentido. Es solo al precio de este esfuerzo que podemos, por un lado, evitar que las cosas se inmovilicen en una continuidad sin relieve, donde todo permanecería “igual a lo mismo”, y escapar así al vacío del tedio, o, por otro lado, sobreponernos a la excesiva plenitud del dolor, tratando de sobrepasar el sentimiento de que “nada concuerda con nada”, mientras que el exceso de heterogeneidad entre los componentes de la experiencia tiende a impedirnos de ver en ella algo más que una pura discontinuidad. Condenados al trabajo de la semiosis, tal es en suma nuestra condición si queremos vivir en tanto sujetos y no simplemente sobrevivir como cuerpos, ya sea en un estado vegetativo de letargo, desmodalizados por la ausencia de toda relación con el valor, ya sea reducidos al estado convulsivo de bestias torturadas, prisioneras de esa presencia todopoderosa que es el dolor.

Pero esta experiencia salvadora solo es posible dentro de márgenes estrechos. Por cierto, esa zona intermedia que se extiende entre Caribdis y Escila –entre Dolor y Hastío– aparece ante nosotros, mientras logramos mantenernos en ella, como un mar de la Tranquilidad donde la presencia del sentido sería evidente. Entretanto, el Sinsentido, siempre próximo, nos acecha a cada instante. Esta visión un poco dramatizante no descansa en algún pesimismo de principio, sino que deriva de la precariedad de las condiciones mismas de la emergencia del sentido. Para que haya sentido es preciso, lo sabemos por lo menos desde Saussure, que se puedan aprehender diferencias pertinentes, lo cual supone la puesta en relación de elementos comparables entre sí. Ahora bien, dos elementos no pueden ser considerados como “diferentes”, y la distancia que los separa no es susceptible de hacer sentido, sino a condición de que, desde otro punto de vista, se les pueda considerar también como idénticos: si ambos difieren entre sí, ello no podría ocurrir más que bajo un cierto ángulo o desde un cierto punto de vista, participando al mismo tiempo de un orden de cosas que, por serles común, los hace, precisamente, comparables. Decir que el color del cielo, hoy, es diferente al de ayer a la misma hora, no tiene nada de fútil, ya que podemos efectivamente comparar el uno con el otro y comprender el efecto de sentido que resulta de su contraste. En cambio, decir de este mismo color que él difiere de la forma de las nubes que pasan, no tendría sentido alguno, a falta de una dimensión común que justifique tal puesta en relación. Presuponiendo un equilibrio precario entre identidad y diferencia (o, en el plano de la percepción, entre continuidad y discontinuidad), el sentido no puede en suma configurarse, él también –como el sujeto–, sino en el interior de un margen estrecho, en una zona intermedia donde las cosas no nos aparecen ni como fastidiosamente idénticas las unas a las otras, ni como insoportablemente privadas de relaciones entre sí.

Esto quiere decir que el hecho de que percibamos el mundo ora disfóricamente, como insignificante o sin sentido, ora eufóricamente, como cargado de sentido, no depende pura y simplemente de humores subjetivos, cambiantes e inexplicables: ni el hastío ni el dolor, ni su superación, carecen de fundamento. Van acompañados de la diversidad de los regímenes de presencia y de interacción en los que se inscriben nuestras relaciones con el mundo y con el otro, regímenes de los que procede también la captación del sentido al hilo de la experiencia de todos los días, lo mismo que su disolución en lo indiferenciado, o, al contrario, su estallido en lo incoherente. De ese modo, comparar entre sí diferentes regímenes de construcción del sentido subyacentes en nuestra manera de estar en el mundo y de interactuar con lo que nos rodea o con aquellos con los que convivimos, debería iluminarnos sobre nuestra condición en cuanto seres semióticos, y tal vez hasta permitirnos imaginar los principios de un saber vivir semióticamente fundado. Ni desprendimiento total, que terminaría por reducir toda alteridad a lo mismo, ni inmersión ciega en la vivencia, que impediría enlazar los elementos entre sí, el simple sentimiento de que hay sentido supone una relación interactiva equilibrada, por decirlo así, a partes iguales, entre el mundo y el sujeto: a distancia de sí mismo, pero no demasiado; en contacto con las cosas en general y con los otros, pero tampoco demasiado.

En De la imperfección, Greimas interpreta las transiciones y sobre todo las rupturas entre momentos de aparición del sentido y movimientos de reflujo hacia el sinsentido, en términos de una dialéctica de lo continuo y de lo discontinuo que interviene en el plano de la percepción y de la interacción con el mundo que nos rodea.7 Más aún, indica también lo que de ahí puede resultar desde el punto de vista de una ética y de una estética de la práctica del sentido, esbozando así, sobre la base de postulados estrictamente semióticos, una filosofía relativa, si no a la vida en general, por lo menos al valor existencial de diferentes “estilos de vida” posibles, en cuanto regímenes distintos de relaciones con el sentido. A un estilo catastrofista que oscila entre resignación ante la insignificancia y espera del deslumbramiento, Greimas opone una actitud voluntarista basada en el ejercicio de un “hacer estético” que apunta a la construcción controlada de un mundo significante. Nosotros prolongaremos aquí esa reflexión, enfatizando una noción raramente tomada en consideración por las problemáticas que buscan establecer el vínculo entre principios de construcción del sentido y modalidades de la interacción: la noción de riesgo.

2. ENTRE LA INSIGNIFICANCIA Y EL SINSENTIDO, EL RIESGO ACEPTADO

Ciertamente, “el riesgo” ya no goza de una alta estima en nuestros días, ni como noción ni, aún menos, como valor. Es solo su contrario, “la seguridad”, lo que está a la orden del día. Es ella a lo que se aspira, lo que se exige, lo que se impone en todos los ámbitos. Es en su nombre que, hoy en día, se justifica casi todo, desde la supervisión puntillosa de hasta los más íntimos comportamientos individuales –incluyendo aquellos que podrían considerarse como los más inofensivos y anodinos– hasta las peores violaciones al derecho internacional. Sin embargo, por muy grande que sea la prudencia de una conducta, por muy meticulosas las precauciones de las cuales nos rodeamos, una interacción, cualesquiera que sean la naturaleza y el estatuto de aquello con lo cual o de aquellos con quienes entramos en relación, nunca está, ni puede estar, totalmente exenta de riesgos, ni para sí mismo ni para otros. Esta constatación no proviene de una visión pesimista, no más que la constatación relativa a la alternativa entre sentido y sinsentido; ella traduce una necesidad de estructura que exige que jamás se evite un riesgo determinado sino exponiéndose, al mismo tiempo, a otro.

Por ejemplo, para protegerse contra el riesgo de los accidentes de carretera o, dicho de otro modo, para evitar ciertos riesgos vinculados con una multiplicidad de pequeñas incertidumbres, tomamos miles de precauciones hoy consagradas bajo la forma de otras tantas prohibiciones de orden público –prohibición de acelerar, de parar, de adelantar, de doblar– cuyo desenlace no podría ser, en rigor, sino la prohibición rotunda de salir de casa. El riesgo, siempre posible, de muerte por accidente, emergencia de la discontinuidad absoluta (y absurda), es sustituido así, a plazos, por una muerte cierta, debida al anquilosamiento del cuerpo y a la petrificación del sentido en una continuidad que excluye toda ruptura pero al mismo tiempo también toda diferencia generadora de sentido o de valor. Que nadie se mueva y todo mundo tendrá si no la vida asegurada, al menos un final tranquilo, una muerte tan indiferente (y por tanto insignificante) como la vida que la habrá precedido. Así, lejos de eliminar el riesgo, a lo cual muchos parecen aspirar, esa prudencia extrema inspirada por la obsesión de seguridad reinante, en realidad no hace más que expresar la preferencia comúnmente difundida hacia un cierto tipo de riesgos, por oposición a otros. ¿Morir de hastío a fuego lento, junto al fuego? ¿O bien morir de placer y, por consiguiente, también de dolor, pero a gran velocidad? Mientras la alternativa se presentaba como una cuestión de preferencias morales y estéticas personales, la elección era libre. Pero ya no lo es en una sociedad que, haciendo de la seguridad su valor supremo, no solamente se dedica a asegurar la protección legítima de cada uno de nosotros contra las imprudencias o la malevolencia de otros, sino que también se encarga de protegernos de los riesgos que queremos tomar por nuestra propia cuenta, de cara a nosotros mismos.

No obstante, resultaría demasiado simplista oponer término a término, como si se tratara de las únicas opciones posibles, una moral social conservadora de inspiración femenina (o, para ser más precisos, una moral de mala madre de familia), fundada exclusivamente en la prudencia, y una actitud individualista de estilo romántico tendiente a la exploración de lo desconocido, a la superación de los límites, a la creación de lo nuevo y que, por eso mismo, valorice por principio la toma de riesgo. Aplicada al pie de la letra, ni una ni otra de estas opciones sería sostenible de modo duradero. Por un lado, una sociedad que, en nombre de la conservación de la vida, no permitiera a sus miembros actuar más que sobre la base de certezas absolutas, se condenaría de hecho a un inmovilismo mortal; pero, en sentido inverso, ningún individuo, por muy amante de los descubrimientos o de las sensaciones fuertes y por muy irresponsable que sea, tampoco puede lanzarse indefinidamente a la aventura sin un mínimo de precauciones... Una vez más, solo en el interior de un margen bastante estrecho se sitúa la zona de la acción posible, tanto en el plano social como en el plano individual. Esa zona es la del riesgo aceptado en relación con el mundo, con el otro, consigo mismo: ni rechazo de todo riesgo, pues exigir que se prevenga lo imprevisible o simplemente imponer demasiadas precauciones antes de actuar no podría desembocar sino en la parálisis de toda veleidad de acción, ni pura sumisión a lo aleatorio, puesto que una excesiva tolerancia frente a la incertidumbre tendría todas las posibilidades de conducir rápidamente a la catástrofe. Pero entre rechazo categórico (e ilusorio) de todo riesgo y aceptación sin reserva (y loca) del puro azar, queda todavía por determinar la naturaleza y el grado de probabilidad de los riesgos que aceptamos asumir en cada circunstancia particular.

En un plano general, las elecciones que podemos efectuar al respecto (en la medida en que las situaciones concretas permitan elegir) se reducen a optar entre diferentes regímenes de interacción y, por esta misma vía, entre regímenes de sentido distintos. Estos dos niveles están íntimamente relacionados. Por una parte, resulta fácil constatar empíricamente que cuanto más nos aplicamos a ganar en términos de seguridad en el plano pragmático de la interacción, más nos exponemos, en general, al riesgo de perder en el plano de la producción de sentido. Y viceversa. Por otra parte, y sobre todo, por muy grande que sea la diversidad de las formas de la interacción, es posible mostrar, como trataremos de hacerlo, que esa diversidad remite a un número muy limitado de principios elementales relativos a la manera de construir las relaciones del sujeto con el mundo, con el otro y consigo mismo, principios que comprometen implícitamente, una concepción determinada del sentido. A partir de estas hipótesis, confrontaremos, desde el punto de vista de sus presupuestos y de sus implicaciones en el plano de la teoría del sentido, regímenes de interacción muy diferentes unos de otros, pero que, tomados en conjunto, forman sistema.

Tradicionalmente, la semiótica narrativa solo reconoce dos formas de interacción: por un lado, la “operación” o acción programada sobre las cosas, fundada, como se verá, en ciertos principios de regularidad; por otro, la “manipulación” estratégica, que pone en relación sujetos sobre la base de un principio general de intencionalidad. Retomando las definiciones clásicas de esos dos regímenes, comenzaremos por hacer aparecer algunos de los problemas que estas formas de interacción dejan en suspenso (infra II y III). Pero, enseguida, nos dedicaremos sobre todo a mostrar que si se quiere dar cuenta, por poco exhaustivamente que sea, de las prácticas efectivas de construcción del sentido en la interacción, es necesario introducir, al lado de esas dos primeras configuraciones, por lo menos un tercer régimen fundado en la sensibilidad de los interactantes: el régimen del “ajuste” (IV). Queda por ver si el conjunto constituido por la articulación de estos tres regímenes entre sí es suficiente, o si la lógica del modelo así esbozado exige algún complemento (V-VII).

II

De la programación a la estrategia

Al concentrarse en las condiciones de emergencia del sentido, con exclusión de las cuestiones de orden ontológico, la perspectiva semiótica autoriza, en principio, a contentarse con conceptos puramente “operativos”. Tales conceptos deben ofrecer un valor discriminatorio suficiente para permitir la descripción de los discursos, de los sistemas de pensamiento o de las prácticas significantes, sin que haya necesidad de interrogarse acerca de su grado de validez en relación con lo que podría definir el “ser” mismo de las cosas en términos filosóficos. Dicho esto, en semiótica, como en los demás campos, los conceptos no son eficazmente utilizados sino a condición de estar bien construidos –evidencia que implica, quiérase o no, un mínimo de reflexión sobre sus fundamentos.

En el presente caso, la oposición entre “operar” y “manipular” (y a partir de ahí, entre programación y estrategia) solamente se comprende por referencia a una serie de distinciones más elementales que la fundamentan, al menos intuitivamente. Si la noción misma de acción implica en todos los casos la idea de transformación del mundo, Greimas observa que podemos localizar los efectos transformadores del actuar en uno u otro de dos planos distintos.1 Podemos actuar directamente sobre el mundo material, por ejemplo desplazando las cosas, reuniendo o separando sus partes, es decir, realizando entre algunas unidades conjunciones o disjunciones que den por resultado hacer ser2hacer hacer