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Acerca del autor


Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, Jalisco, 1968) es narrador, ensayista y traductor. Se ha desempeñado como editor y colaborador de revistas y suplementos culturales en México, y textos suyos han aparecido en medios de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Estados Unidos, España, Inglaterra e Italia. Entre sus libros más recientes se encuentran La penumbra inconveniente (2001), La piel insomne (2002) y La errancia. Paseos por un fin de siglo (2005). Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es colaborador de las revistas Letras Libres y Nexos.

LETRAS MEXICANAS

Terra cognita

MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

Terra cognita

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2007
Primera edición electrónica, 2013

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

SUMARIO

Hic sut dracones

Latitudes íntimas

La memoria selectiva

Por las nubes

Viajes alrededor de mí

Agradecimientos

Índice de películas

Para Ángel, Guadalupe,
Alejandro, Juan Carlos,
Andrés y María Guadalupe:
cómplices en la construcción de este territorio

Para Lya,
que construye su propia
terra cognita

The intense love of place frames this journey not as an enlightenment narrative of discovery of the unknown but an insular tale of loss of the formative terra cognita that exists […] only as memory, a map written in the darkness of your guts, readable in a cross section of your autopsied heart […] The landscape in which identity is supposed to be grounded is not solid stuff; it’s made out of memory and desire, rather than rock and soil.

REBECCA SOLNIT

Hic sunt dracones

Desde el año 600 a.C., fecha adjudicada al mapa más antiguo que se conoce —una tabla de arcilla con una representación de Babilonia acompañada por un texto—, la cartografía busca hacer un poco menos inasible el mundo en que vivimos. Como cualquier arte que se respete, éste también cuenta con sus leyendas; una de las más difundidas afirma que para rotular la terra incognita, es decir los territorios inexplorados, los cartógrafos utilizaban la frase latina Hic sunt dracones: “Aquí hay dragones”. Aunque ratificaban la existencia de animales fantásticos en remotas provincias del orbe y hasta llegaban a emplearlos para decorar sus obras, lo cierto es que entre todos los cartógrafos de la historia sólo hay uno que usó la célebre frase a la que Ray Bradbury alude en el título de uno de sus relatos: el autor anónimo del Globo de Lenox, el segundo globo terráqueo más antiguo de que se tiene noticia, fechado entre 1503 y 1507 (el primero, fabricado en Nüremberg, data de 1492). Hecho de cobre y con trece centímetros de diámetro, el Globo de Lenox fue adquirido en 1855 en París por el arquitecto Richard Morris Hunt, que se lo obsequió al bibliófilo y filántropo James Lenox, quien a su vez lo integró a la colección que en 1895 pasaría a formar parte de la Biblioteca Pública de Nueva York. En dicho globo, la anotación HC SVNT DRACONES figura en la zona llamada India Oriental (en realidad China); sin embargo, B. F. da Costa, autor del primer artículo sobre el Globo de Lenox —publicado en septiembre de 1879 en la Magazine of American History—, no la vincula con los dragones: “En esta región cercana a la línea ecuatorial se lee ‘Hc Svnt Dracones’ o ‘Aquí están los dagroianos’, descritos por Marco Polo como habitantes del reino de Dagroian. Esa tribu se alimentaba de los muertos y recogía sus huesos”.

Gabriel Gravier, traductor al francés del texto de Da Costa, añade —dicen las fuentes— que el tal reino de Dagroian se ubicaba en Java Menor o Sumatra, muy lejos del sitio indicado en el globo en cuestión. Por tanto, los dragones nunca sirvieron para ilustrar la inscripción que constituye uno de los grandes mitos de la cartografía, a pesar de que aparecen dibujados —entre otros— en el mapa Ebstorf (siglo XIII), el mapa Psalter (ca. 1250), el mapa Borgia (ca. 1430) y el mapa japonés Jishin-no-ben (siglo XIX). En 1997, no obstante, la revista científica Icarus desplegó un artículo firmado por Michael James Gaffey, del Instituto Politécnico de Rensselaer, en el que la serpiente —o más bien el dragón— acabó mordiéndose la cola: siglos después de que la imaginación colectiva las hubiera asociado, dos anotaciones legendarias (Hic sunt dracones y Terra incognita) se hermanaban por fin en referencia al polo norte de Vesta, uno de los mayores asteroides del cinturón entre Marte y Júpiter, descubierto en 1807 por Heinrich Olbers.

A partir del siglo XIX el término terra incognita, que según se dice pudo aludir también a la ficticia Terra Australis, desapareció literalmente de los mapas: los cinco continentes habían sido explorados por completo y ya no deparaban ningún misterio cuando menos geográfico. No sin tristeza, los cartógrafos arrumbaron la inscripción legada por sus antecesores y dejaron que se convirtiera poco a poco en metáfora. Aunque seguía y seguiría siendo inasible, el mundo había pasado a ser, a final de cuentas, un lugar común, conocido, familiar: terra cognita.

Con el afán de continuar el deambuleo iniciado en La errancia. Paseos por un fin de siglo, y apelando a la noción de Rebecca Solnit de la identidad como un paisaje hecho no de una materia sólida sino de recuerdos y anhelos, este libro acude a textos publicados en distintos medios para urdir una trama fragmentaria pero hasta cierto punto narrativa que intenta ser, a su vez, un mapa del territorio cultural y personal que he recorrido a lo largo de varios años. Dado que el mejor cartógrafo de las obsesiones y gustos propios no es sino uno mismo, me he abocado a examinar y registrar algunas de las zonas que componen mi terra cognita: el cine y la literatura, la música y las artes visuales, mi biografía y la de diversos autores que me han marcado de modo especial, los viajes realizados y por realizar. Aquí, a diferencia de lo que la gente creía o quería ver en los viejos planisferios, no hay dragones. O si los hay, he tratado de domesticarlos mediante la escritura.

Ciudad de México, agosto de 2007

LATITUDES ÍNTIMAS

De Karl May a Sam Shepard, de John Ford a Clint Eastwood, el Viejo Oeste ha sido un escenario donde el imaginario colectivo da rienda suelta a sus ansias de conquista y aventura, a su afán por decodificar lo ignoto. Luego de que cartógrafos y otros emisarios del progreso registraran en una realidad de papel los mapas ficticios de Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson y Julio Verne, despejando la bruma que cubría las agrestes fantasías más allá del océano, la mirada americana se volvió hacia dentro de sí misma para toparse con una zona virgen en la que el polvo había fincado un imperio pertinaz. La figura del marinero lo suficientemente letrado para mantener una bitácora de viaje fue sustituida por la del cowboy que se conformaba —según Emilio Salgari— “con una ración basada en tocino salado y harina a menudo rancia”, y que a duras penas podía descifrar el letrero de “Wanted” antes de que el motivo de la recompensa expuesto bajo la tipografía Old Fashion segara de un balazo su proceso de alfabetización. Los barcos con su hedor a escorbuto y sentina se vieron reducidos a carruajes que se bamboleaban entre las olas de luz de un mar reseco, dejando tras de sí una estela de tierra y sudor de varios días; el equipaje contenido en cajas y cofres fue aligerado y cupo en raídas maletas de cuero porque ahora era más necesario el reloj de leontina que la espada, el corsé que el catalejo; los piratas cambiaron puñal y pañoleta por revólver y sombrero, de preferencia oscuro. El ron, bebida oficial de tantos periplos, fue desplazado por el bourbon y el aguardiente con sabor a roca.

Alerta a la fatiga de los caballos desde el asiento del cochero, Ulises comenzó a atender un nuevo canto de sirenas secundado por una pianola desafinada. Viernes se vistió de gamuza y plumas multicolores, se pintó el rostro con grasa de búfalo y, graduado en las artes del tomahawk, decidió quedarse con la cabellera de un Robinson Crusoe encandilado por la transparencia del desierto. No el de los oasis y las dunas sino el desierto de los cráneos y las espuelas calcinadas, el de la sed mitigada con licor, el de los pueblos habitados por vaqueros que cazaban a sus demonios femeninos. Un desierto cuyas grietas localizaron un mejor hogar en las facciones de los que intentaron colonizarlo; un desierto quizá más espiritual que geográfico que pasó a ocupar el primer plano de la mitología popular, ávida de postales antiguas. El segundo plano de esas postales fue invadido por un tren, emblema de la civilización que exigía su fragmento de nada con un silbato agónico. En las ventanillas de todos esos vagones se delinearon quienes se adjudicaban el título de conquistadores del vacío: hombres cuya tez cadavérica delataba su infructuosa búsqueda de sí mismos.

Dead Man, el western que Jim Jarmusch construye basándose en dichas postales, arranca justamente con un tren que transporta los restos de una cultura que halló en el Viejo Oeste su reflejo más feroz: la imagen del ser civilizado que sucumbe a los encantos de la barbarie. La advertencia de Henri Michaux que precede a la locomotora ilustra a la perfección esta suerte de fallecimiento psíquico: “Es preferible no viajar con un hombre muerto”. Originario de ninguna parte —en realidad de Cleveland, aunque para el caso da igual—, el contador William Blake (Johnny Depp) es el epítome del difunto que, como el protagonista de “El burdel de las gitanas” de Mircea Eliade, emprende una odisea que lo llevará a descubrir su naturaleza fantasmática. Vestido con el traje a cuadros que caracteriza el anonimato de las grandes urbes, cargando una maleta en la que caben todas sus pertenencias, exiliado del mundo por la muerte de sus familiares, Blake hace pensar en uno de esos arbustos de raíces aéreas que vagan por el desierto a merced del viento y el polvo. La única prueba de que existe es una carta enviada por una oscura empresa, Dickinson Metal Works, solicitando sus servicios de contabilidad en el pueblo de Máquina, metáfora del progreso que ha reclamado los límites de la nada con sus efluvios industriales.

—Es el fin de la línea, la antesala del infierno —asegura el freak que alimenta la caldera del tren con trozos de madera o de civilización (Crispin Glover)—. Allí sólo encontrarás tu propia tumba.

Una tumba cuya lápida estará llena de referencias al poeta visionario que encarna en el contador de Jarmusch, ajeno por completo a su verdadera identidad hasta toparse con Nadie (Gary Farmer), el indio aficionado a la obra blakeana que le entregará un revólver con el siguiente oráculo:

—Esta arma remplazará tu lengua. Aprenderás a hablar a través de ella, y ahora tu poesía se escribirá con sangre.

Tatuado el rostro con los relámpagos de la rebelión, culpable de un crimen que lo convierte en el prófugo más buscado —¿el poeta como un elemento incómodo para una sociedad que no sabe leer ni los anuncios en caracteres Old Fashion?—, el contador esgrimirá su nueva pluma y reescribirá su historia a balazos hasta alcanzar el edén, “el estado deseable en el que el artista crea”, según Harold Bloom. Será una turbia evolución creativa, plena sin embargo de iluminaciones blakeanas, que obligará al escritor a asumirse como tal.

—¿Tú eres William Blake? —le pregunta uno de sus cazadores hacia la mitad del filme.

—Sí —responde él—, ¿conocen mi poesía?

Los versos de plomo que escupe en seguida demuestran hasta qué punto ha aceptado su condición.

Viajé por la Tierra de los Hombres,

una Tierra de Hombres y también de Mujeres,

y oí, vi cosas tan horribles

como nunca conocieron los vagabundos de la Tierra fría…

escribe el autor de El matrimonio del cielo y el infierno en El viajero mental. En esta odisea a través de su oeste anímico, Blake se reencuentra con la mujer que había pintado en 1789 “bajo un árbol joven y débil [contemplando] el amor infantil de dos flores”: Thel, protagonista del libro que lleva su nombre, representada por una muchacha (Mili Avital) que añora fabricar flores no de papel sino de tela. Varios son los hombres que se cruzan en el camino del poeta, pero basta mencionar a tres relacionados directamente con su obra: John Scholfield (John Hurt), el empleado de Dickinson Metal Works en quien encarna uno de los soldados que acusaron a Blake de sedición, y que aparece con sus cómplices en Jerusalem (“¡Scofield! Kox, Kotope y Bowen se revuelven poderosamente en/ El Horno de Los: ante la puerta oriental doblegando su furia”); Nadie, el indio afín a la cita y el aforismo cuya irónica ausencia de personalidad alude a una de las divinidades blakeanas (“Dios —recuerda Bloom al referirse a las Canciones de inocencia y de experiencia— es el padre de nadie, Nobodaddy”), y Cole Wilson (Lance Henriksen), el caníbal que privilegia las balas por encima de las palabras, uno de los asesinos contratados para liquidar al prófugo. De acuerdo con el subtítulo de las Canciones, Nadie y Wilson simbolizarían los “dos estados contrarios del alma humana” que “se ponen de manifiesto mutuamente en una influencia recíproca tan diversa como la existencia misma” (de nuevo Bloom); el primero, según el propio Blake, compendiaría la porción “prolífica” o luminosa del ser, mientras que el segundo fungiría como “el devorador”, el Caballero Negro que pone el ingrediente gore del filme al aplastar la cabeza de un cadáver y comerse la mano de otro de los asesinos. Se diría entonces que el viajero mental de Jarmusch deambula entre inocencia y experiencia, antípodas indispensables que terminan destruyéndose a orillas del “espejo de las aguas” que, a bordo de una fúnebre embarcación llena de hojas de abedul, el artista muerto debe surcar para tener acceso a su nuevo plano espiritual, llevando como único vestigio del mundo el retrato de una mujer desconocida prendido al pecho.

El Ojo del Hombre, un pequeño, restringido globo, cerrado y oscuro,

Apenas divisando la Gran Luz; conversando con el Vacío.

Estos versos blakeanos revelan la óptica fragmentaria de Dead Man. Entre cabeceo y cabeceo, herido o adormilado, el Ulises de Jarmusch nos envía sus postales —sus epifanías— desde un más allá fotografiado en blanco y negro por Robby Müller. Postales de devastación: las ruinas de diligencias y tiendas indias como prueba del fracaso civilizatorio; los cráneos de animales estableciendo con muda elocuencia la depredación humana; las flores artificiales de Thel dispersas en el fango; la carta enviada a Blake vuelta un ave bidimensional en medio de la nada; la máquina que ya sólo sirve para coser óxido entrevista en una brumosa aldea al final de la película. Postales de una insólita belleza: el cervatillo muerto junto al que Blake yace para integrar un cuadro digno del Tarkovski de Andrei Rubliov; el sheriff asesinado cuya cabeza entre los restos de una fogata remite —lo dice Wilson antes de aplastarla— a un icono religioso; la cabalgata a través de un bosque al que “la gran luz” se filtra en todo su esplendor; el vacío acuático con el que el poeta conversa en silencio mientras boga hacia su edén particular. Postales de un viajero que resucita conforme se adentra en los dominios de la desolación. Postales de las que Jim Jarmusch se desprende para guiarnos por la ruta que lo ha conducido a esta obra que goza del sabor de los clásicos cinematográficos.

§

La nada tiene también sus capitales, pueblos cuyas “calles desiertas, apenas distintas del desierto, permanecen sumidas en una calma sobrenatural”, según anota Jean Baudrillard en América. Para llegar a ellas hay que recorrer los senderos que transitará por siempre Travis (Harry Dean Stanton), el drifter elegido por Sam Shepard y Wim Wenders para reclamar en su nombre una parcela de vacío llamada París, Texas: símbolo de la desposesión, reverso de una ciudad que se ha esfumado dejando sólo su luz, el bárbaro fulgor en el que se diluye aun la identidad. La nada tiene señales que conducen a ella, letreros que imantan la mirada en la canícula; Travis vagabundea llevando en el bolsillo de la camisa la misteriosa Polaroid de uno de esos anuncios, tras el que se adivina la soledad inabarcable que le corresponde. ¿Será la última foto de una colección que habría hecho las delicias de Walter Benjamin, y en la que la ausencia aparecía retratada con todos sus seudónimos? ¿Cuántos rótulos habrán seducido a Travis y su cámara hipotética en la patria de la resequedad? “Las ciudades del desierto —abunda Baudrillard— terminan en seco, carecen de entorno. Y tienen algo de espejismo, que puede desvanecerse en cualquier instante.”

En medio de la marea del calor, acosado por ensueños embozados de recuerdos, el residente de la nada camina en círculos en un rastreo infinito de sí mismo. París, Anarene, Texasville: las ciudades invisibles que atraviesa son el refugio idóneo para que su sombra descanse antes de que la vastedad lo devore.

En 2006 Anarene, capital texana del abandono, cumplió treinta y cinco años de ser fundada por el cineasta Peter Bogdanovich y el escritor Larry McMurtry. Pese a los embates del tiempo y las películas que han tratado de emularlo en vano, el pueblo se ha mantenido incólume desde que The Last Picture Show enviara al mundo su primera postal; sus calles surcadas por un polvo que hace pensar en las cenizas de sus muertos, la inclemencia solar que acentúa la pesadumbre de madera y ladrillo de sus construcciones, los anuncios de sus bares y cafeterías y moteles agitados por un viento que abre puertas y ventanas en un afán por develar interiores vacíos, “el resplandor sordo” de sus cielos captado por la lente de Robert Surtees, “las distancias sonámbulas” —otra vez Baudrillard— que vadean sus habitantes para comunicarse infructuosamente entre sí, continúan siendo el espejo y el espejismo fiel del siglo XX. Tan sólida, tan exacta es Anarene que ha soportado como pocas metáforas una secuela (Texasville); tan diáfano perdura el aire que peina sus superficies, cubriéndolas de tierra y hojas marchitas, que ya es difícil imaginar los ritos de paso de la juventud en otra época que no sean los cincuenta, con el cabello enmarañado de Sonny Crawford (Timothy Bottoms) y la brillantina de Duane Jackson (Jeff Bridges). Obra seminal, The Last Picture Show es la radiografía de una generación que creció oyendo el derrumbe de sus ilusiones a ritmo de Hank Williams, encerrada entre las cuatro paredes del American dream. No hay salida de Anarene, o mejor, existen sólo tres vías de escape: la guerra, el dinero y la muerte. Duane es reclutado para combatir en una lejana entelequia llamada Corea; Jacy Farrow (Cybill Shepherd), su novia frígida y millonaria, parte a Dallas en pos de fortuna sexual; luego de recobrar una fracción de su pasado ocupada por Lois (Ellen Burstyn), la madre de Jacy, Sam el León (Ben Johnson), dueño del billar y el cine, se fuga gracias a un infarto. Cuando un vehículo arrolla a Billy (Sam Bottoms), el mudo obstinado en barrer el desamparo de las calles, Sonny arriesga una huida frustrada: a escasos kilómetros de Anarene da vuelta a su camioneta y se deja engullir por el hechizo al que pertenece. No hay salida: el polvo ha dictado su sentencia en la quietud. “El silencio —afirma Baudrillard— no es sólo aquello despojado de todo ruido. No hace falta cerrar los ojos para oírlo. Pues también es el silencio del tiempo.”

Pocas veces se había escuchado el transcurrir de las horas y los días con la claridad con que lo registra The Last Picture Show. Pocas veces se había entablado una batalla contra el silencio como la que protagonizan los sedentarios de Anarene; al fondo, siempre al fondo de cada escena, hay un radio o un televisor prendido que acompasa esos diálogos ora rabiosos, ora desesperados, ora plenos de añoranza. Una Wurlitzer preside la cafetería atendida por Genevieve (Eileen Brennan), la mesera eterna; un extenso repertorio de música country es derramado sin cesar por las estaciones fantasmales que sintonizan Sonny y Duane. El tiempo, no obstante, lleva la ventaja: de ahí el llanto furtivo de Ruth Popper (Cloris Leachman), la esposa del entrenador de futbol que busca en Sonny el remedio contra una vejez poblada de batas sucias y horquillas para el pelo. La cámara de Surtees fragmenta la vida en blanco y negro de los personajes en estampas que logran una dimensión epifánica: el monólogo de Sam el León a orillas de un arroyo y luego su funeral, con los asistentes recortados contra un cielo extraído de alguna visión de Gabriel Figueroa; el carro que brilla con los últimos destellos diurnos mientras se adentra en la noche con Jacy a bordo; el encuentro final de Sonny y Ruth que concluye en un silencio que podría haber delineado el pincel de Edward Hopper. Con sus mil ciento treintaiún habitantes abismados en sus desiertos interiores, el pueblo permanece en vilo esperando la siguiente canción de la rocola, otra ráfaga de viento que lo sacuda, la última película exhibida en el cine de Sam. Desde la pantalla, John Wayne agita los brazos en un ademán en el que hay más de despedida que de saludo; luego espolea su caballo y se pierde en la llanura bajo un sol incandescente. Sabe que le aguarda un largo camino a Anarene, allá en los lindes de la nada.

§

A medida que uno se interna en los densos territorios de El paciente inglés, la novela de Michael Ondaatje llevada a la pantalla por Anthony Minghella, cobra nitidez la imagen de un Nietzsche atravesando los rescoldos de la segunda Guerra Mundial —monumentos al óxido y a las heridas que no cicatrizan— y proclamando a voz en cuello una advertencia que ya se antoja tardía: “El desierto está creciendo. ¡Desventurado el que alberga desiertos!” Prurito contemporáneo, el coleccionar tierras baldías como parte de la cartografía interior aparece trazado en dos novelas que, escritas con cuarenta años de soledad entre una y otra, se hermanan con la de Ondaatje en una estirpe de polvo: El cielo protector, de Paul Bowles, y El Palacio de la Luna, de Paul Auster, falsos oasis que demuestran que por el Sahara y por Utah corre la misma sangre desamparada. Por el primero deambulan Port y Kit Moresby, matrimonio de orfandades que sucumbe —en su estéril cacería de respuestas entre lo exótico, lo lateral— bajo la membrana azul que no puede defenderlo del horror cósmico que acecha detrás, mientras que el segundo está habitado por Marco Stanley Fogg, el flâneur que halla en el corazón de Central Park la sima que su doble, el viejo pintor Julian Barber alias Thomas Effing, ha conocido en la mudez de Utah. En ambos libros se escucha también, muy al fondo, el aullido nietzscheano; en ambos libros los personajes se desentienden del llamado y caminan, guiados por los mapas del silencio, hacia su devastación.

Con una prosa líquida que devela un venero poético rico en fulgores y claroscuros, en estampas que evocan un fresco localizado en una gruta, El paciente inglés fluye entre los escombros de una guerra inscrita al rojo vivo en el cuerpo del conde Ladislaus de Almásy, ese planisferio del dolor arrojado en medio del vacío que se empeñó en cartografiar. Colono de los confines bajo la tutela de la Royal Geographical Society de Londres, espíritu gemelo del Barber austeriano, Almásy sepulta también su identidad en el desierto —en este caso el de Libia, ahí donde un avión piloteado por Antoine de Saint-Exupéry se desplomó en 1935— para volverse tan sólo un nombre de arena en labios de los nómadas que lo rescatan luego de aterrizar envuelto en un paracaídas en llamas; desfigurado por las quemaduras, todo lo que lo vincula con su pasado es una antigua edición de Heródoto a la que ha añadido recortes, citas de otros libros y fragmentos de diario en un afán por incorporar su historia a la Historia. Lázaro con una miríada de recuerdos por harapos, vaga paciente —de ahí el doble juego del título: paciencia y a fin de cuentas inútil proceso de recuperación— de hospital en hospital hasta dar con Hana, la enfermera de la Cruz Roja que ha cambiado su utópico Canadá por una Europa sanguinolenta y que decide consagrarse a Almásy en una villa en ruinas de la Toscana desde donde se domina el óleo triste de mediados del siglo XX. A esta Arca de Noé que gracias a los bombardeos se ha poblado de lluvia y paisaje llegan otros dos mensajeros del desahucio: David Caravaggio, el espía de los pulgares mutilados en quien encarnará el padre difunto de Hana, y Kirpal Singh, trasunto de Rudyard Kipling que ha aprendido el lenguaje de las minas que desactiva con ayuda de sus audífonos, síntesis de un aislamiento salpicado de Glenn Miller. La sigilosa pasión desatada entre Hana y Kip es el espejo donde Almásy verá reflejado su amorío con Katharine, la mujer del explorador Geoffrey Clifton que, al cabo de que éste estrellara la avioneta donde ambos viajaban, se convertiría en la bella momia que aquél visitaría en una caverna cercana a un oasis para consumar un extraño rito necrófilo. El cuarteto de cicatrices creado por Ondaatje entrecruza sus biografías en esa penumbra reservada a los muertos en vida: tierra de sombras surcada por relámpagos y velas que iluminan memorias, erosiones, cuadros de una levedad calviniana como el ascenso nocturno a un fresco medieval en la cúpula de una iglesia, el descenso de Kip al hábitat lodoso de las bombas o la epifanía con la Virgen de los Mares en lo alto de un arrecife.

“Tú nunca eres la humanidad —declara Port Moresby en El cielo protector—, sólo eres tu propio yo desesperadamente aislado.” Novela ante todo telúrica —sus personajes se mueven en atmósferas relacionadas con el barro primigenio: cuevas, fosas, interiores terregosos—, El paciente inglés capta este dilema y lo pone en boca de cuatro inolvidables soledades. Porque la humanidad, le respondería Ondaatje a Bowles, no es más que una débil lámpara que alumbra los mapas del orbe silencioso al que ha sido condenada.

§

En el anverso de cualquier reproducción de Raising the Flag on Iwo Jima, la fotografía más célebre de la segunda Guerra Mundial, hay seis soldados vueltos emblemas de la victoria, de la hermandad bajo fuego, del sacrificio por una noble causa. Los cuatro del frente son —de izquierda a derecha— Ira Hayes, Franklin Sousley, John Bradley y Harlon Block, secundados por Michael Strank (detrás de Sousley) y Rene Gagnon (detrás de Bradley); todos eran miembros de la infantería de marina salvo Bradley, paramédico perteneciente a la armada estadunidense. La imagen fue tomada el 23 de febrero de 1945 con una cámara Speed Graphic por Joe Rosenthal, corresponsal de Associated Press durante el conflicto; la agencia le pagó un bono de sólo cuatro mil doscientos dólares, al que se sumaría el premio de mil otorgado por una publicación: la inmortalidad, así pues, vale menos de seis mil dólares. Aunque ganó el Pulitzer; aunque en 1954 sirvió como modelo para erigir el monumento de bronce dedicado a la infantería de marina que se encuentra en el condado de Arlington, Virginia; aunque infinidad de medios impresos la utilizarían hasta el hartazgo, la foto no se salvó de ser blanco de rumores que decían que había sido posada o trucada, algo que Rosenthal siempre se ocupó de desmentir. Si, como escribe Roland Barthes, toda fotografía es un certificado de presencia, Raising the Flag on Iwo Jima es entonces el diploma que más veces se ha expedido para testimoniar la figura triunfal de Estados Unidos en ese campo sembrado de fracasos militares que fue el siglo XX. En segundo plano queda la verdadera presencia que certifica esta imagen: la de seis jóvenes desconocidos con vidas ordinarias, tres de los cuales (Strank, Block y Sousley) murieron poco después de ser retratados para la eternidad. Los iconos, a fin de cuentas, deberían carecer de apellido.

Como suele suceder con los símbolos, al voltear la foto de Rosenthal y escrutar su reverso nos topamos con una realidad agazapada, con la historia detrás de la Historia: “Escrutar —apunta Barthes— quiere decir volver del revés la foto, entrar en la profundidad del papel, alcanzar su cara inversa (lo que está oculto es más ‘verdadero’ que lo que es visible)”. Eso es justo lo que ha decidido hacer Clint Eastwood: el escrutinio de una estampa mítica para exhibir la cara oculta de seis jóvenes que representan a miles de soldados sin rostro; seis amigos que izaron la bandera de su país atada a un trozo de cañería hallado entre los escombros. Los tres que sobrevivieron (Bradley, Gagnon y Hayes) fueron obligados a interpretar un rol de héroes que nunca los convenció porque era el anverso de la imagen, lo que el mundo creía y quería ver. Los tres lucharon por desmontar esa imagen, aun en la gira de rock stars que los lanzó por Estados Unidos para recaudar fondos con miras a que la guerra pudiera continuar: The show must go on. Los tres se cansaron de repetir la misma historia detrás de la Historia: su valentía era meramente fotográfica, lo único que hicieron fue ayudar a alzar una segunda bandera —la primera no tenía el tamaño adecuado— en la cima de un monte durante un día de sol; los auténticos héroes cayeron en batalla. Pero a los iconos, a fin de cuentas, nadie quiere oírlos hablar.

Entendí por qué se sentían tan incómodos cuando los llamaban héroes. Los héroes son algo que creamos, algo que necesitamos. Son el modo que tenemos de comprender algo casi incomprensible: cómo la gente puede sacrificar tanto por nosotros. Pero para mi padre y sus compañeros, las heridas y los riesgos sufridos fueron por sus amigos. Quizá peleaban por su país, pero morían por sus amigos: por el hombre que iba adelante o al lado.

Esto afirma James Bradley, hijo de John Bradley, en el libro en que Eastwood basa su desmontaje, su deconstrucción de la foto de Rosenthal. Flags of Our Fathers es el anverso estadunidense de un vigoroso mensaje antibélico cuyo reverso japonés, Letters from Iwo Jima, se inspira en la correspondencia ilustrada que el general Tadamichi Kuribayashi envió a su esposa e hijos y que ha sido exhumada recientemente en la pequeña isla volcánica donde, entre el 16 de febrero y el 26 de marzo de 1945, se llevó a cabo una de las ofensivas más brutales de la Guerra del Pacífico. Una ofensiva que, sintomáticamente, discurrió entre emanaciones fétidas, sulfurosas: en japonés, Iwo Jima significa isla de azufre.

De un tiempo a la fecha queda cada vez más claro que hay dos temas nodales en la obra del Clint Eastwood cineasta: los meandros de los nexos consanguíneos y, sobre todo, la incomodidad del héroe. Desde Unforgiven, donde el propio Eastwood encarna a un forajido en decadencia que se ve obligado a desempolvar sus armas, las películas del director se han poblado de hombres que luchan en vano por librarse del papel épico —o antiépico, pero crucial al fin y al cabo— que el destino les asigna. De A Perfect World a Space Cowboys, de The Bridges of Madison County a Blood Work, de Absolute Power a Mystic River, de Midnight in the Garden of Good and Evil a Million Dollar Baby, el héroe eastwoodiano ha ido ganando en complejidad y hondura trágica pese a los altibajos argumentales, lógicos en una filmografía que intenta abarcar distintos registros. Por eso no asombra que, para su primera incursión en el género bélico, Eastwood eligiera como protagonistas a Bradley, Gagnon y Hayes, los sobrevivientes fotográficos interpretados en Flags of Our Fathers por Ryan Phillippe, Jesse Bradford y Adam Beach: ellos son los héroes incómodos por excelencia. Sus contrapartes japonesas en Letters from Iwo Jima sienten en el alma el mismo disgusto: del general Tadamichi Kuribayashi (Ken Watanabe) al panadero Saigo (Kazunari Ninomiya); del barón Nishi (Tsuyoshi Ihara), un jinete aristócrata, a Shimizu (Ryo Kase), sospechoso de ser un agente de la policía secreta. Y no es para menos, ya que la batalla de Iwo Jima acabaría arrojando un total cercano a las veinticinco mil bajas: casi siete mil del lado estadunidense y dieciocho mil del lado nipón.

Los norteamericanos que fueron a Iwo Jima sabían que sería un combate feroz, pero siempre confiaron en triunfar. A los japoneses se les dijo que no regresarían a casa: iban a morir por el emperador. Se ha hablado mucho de las diferencias en el enfoque cultural; al abordar la narración de las dos películas, no obstante, vi que los chicos de ambos bandos tenían los mismos miedos. Todos escribieron cartas emotivas que decían: “No quiero morir”. A pesar de las discrepancias culturales, todos sufrieron lo mismo.

Las palabras de Eastwood ilustran con nitidez la sensación que transmiten Flags of Our Fathers y Letters from Iwo Jima: vencedores y vencidos no son sino caras de una sola moneda lanzada al aire por intereses que los rebasan. La maestría del cineasta permite llevar a buen puerto un ejercicio insólito: aunque incluyen secuencias filmadas a la vez en Islandia —a Iwo Jima se le considera un lugar casi sagrado—, las cintas no comparten miembros del reparto; aún más, durante el rodaje los actores estadunidenses no llegaron a conocer a los japoneses y viceversa. Esta decisión se traduce en una notable estrategia cinematográfica: en Flags of Our Fathers los norteamericanos pelean contra un enemigo invisible, parapetado en búnkers y túneles; en Letters from Iwo Jima ese enemigo adquiere un rostro muy humano al acometer la titánica excavación del sistema de pasadizos ideado por el general Kuribayashi. Anverso y reverso del mismo episodio histórico, el díptico eastwoodiano supera así otros tratamientos del asunto como Sands of Iwo Jima, The Outsider y Heroes of Iwo Jima. Queda, eso sí, To the Shores of Iwo Jima, cortometraje documental sobre la ofensiva que costó la vida a cuatro camarógrafos.

Curioso que algunas de las batallas más cruentas de la segunda Guerra Mundial luzcan a la distancia como empresas casi beckettianas: diríase que todo se reduce a la apropiación de un pequeño pedazo de tierra. Curioso que la toma del Suribachi, el monte de ciento sesenta y seis metros de altura que se volvió punto neurálgico en Iwo Jima, remita a la ocupación de la colina 210 en Guadalcanal, efectuada en 1942 y retratada en The Thin Red Line. Curioso que basten una bandera y un trozo de cañería para obtener la inmortalidad en un día soleado.

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Rara avis oriunda de Texas, responsable de uno de los primeros ejemplos del cine de serial killers (Badlands) y de un homenaje lo mismo a la pintura de Edward Hopper que al género bucólico (Days of Heaven), Terrence Malick se retiró veinte años de la escena pública para contraatacar con The Thin Red Line, adaptación de una novela de James Jones, el escritor que inspiró ese clásico que es From Here to Eternity. Para quienes vimos en los anteriores filmes de Malick una mirada lírica tan poderosa como inconfundible, la espera no fue en balde. Elegía antibélica, réquiem por la inocencia perdida a la vez que desesperado canto a la naturaleza, The Thin Red Line recobra el fresco mortuorio de la segunda Guerra Mundial; un fresco que Saving Private Ryan llenaría de trazos complacientes, de figuras proclives a la grandilocuencia. Ajenos a cualquier afectación heroica, los soldados de Malick se entregan con pasmo y melancolía a la toma de la colina ocupada por el ejército japonés en la isla de Guadalcanal, punto clave de la conflagración. Si Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, ahondaba en los horrores bélicos hasta dar con el corazón de las tinieblas previsto por Joseph Conrad; si Full Metal Jacket, de Stanley Kubrick, despojaba las ceremonias militares de toda pátina sentimental y descubría la sorda locura de la guerra, The Thin Red Line expone la tensión generada al calor de la batalla entre dos elementos primigenios: la naturaleza y el hombre, fuerzas antagónicas aunque complementarias. Ninguna película había llevado esta tensión ancestral hasta sus últimas consecuencias; ningún cineasta se había atrevido a prescindir de un punto de vista fijo para ofrecer una óptica total del terror a la muerte, del pánico en estado puro. A diferencia de Steven Spielberg, Malick renuncia a tomar partido por tal o cual personaje; su ojo intimista se detiene en cada soldado apenas el tiempo suficiente para construir un perfil, delinear una personalidad con su carga de anhelos y temores y memorias, y después lo deja en busca del próximo. La cámara de John Toll enfatiza la preponderancia de lo colectivo sobre lo individual; atenta aun a los mínimos cambios de una flora y una fauna vueltas espejo del hombre, avanza nerviosamente por la colina registrando rostros y cuerpos que son encarnaciones del pavor. El miedo, insinúa Terrence Malick, ha fincado su imperio entre la alta hierba de Guadalcanal: esa hierba edénica que acoge la nostalgia por el hogar paterno o por la mujer abandonada; esa hierba temblorosa que oculta el enfrentamiento entre la megalomanía (Nick Nolte) y el valor (Elias Koteas) en una escena ya fundamental para la historia del cine. Esa hierba fúnebre, salpicada de sangre, que acaba siendo la más heroica de las tumbas bajo el cielo abierto del fin del mundo.

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Debo admitirlo: los espacios abiertos son una de mis mayores debilidades. Mares y playas, montañas y planicies, campiñas y desiertos, me producen una fascinación que se remonta a ciertas lecturas y películas frecuentadas durante la niñez, a los veranos en que mis padres rentaban una casa de campo en un pueblo próximo a mi ciudad natal; una fascinación que, contrario a lo que hubiera imaginado, permanece incólume hasta la fecha. Así lo compruebo al dejarme hechizar por Rabbit-Proof Fence, de Phillip Noyce. Basada en Follow the Rabbit-Proof Fence, un libro escrito por Doris Pilkington, la hija de Molly Craig —una de las protagonistas de esta historia ocurrida en 1931—, la cinta sigue el periplo emprendido a lo largo de nueve semanas por tres niñas (Molly, su hermana Daisy y su prima Gracie, interpretadas por Everlyn Sampi, Tianna Sansbury y Laura Monaghan) que recorren a pie los mil seiscientos kilómetros que median entre Moore River, la colonia nativa —casi penal— cercana a Perth donde son “reubicadas” por un gobierno ansioso por “integrar” a los aborígenes mestizos a la sociedad blanca, y Jigalong, el pueblo de la región de Pilbara donde nacieron las tres.

Cazadas por un rastreador, un concepto excepcional que encarna en el aborigen Moodoo (David Gulpilil), las prófugas se sumergen en las entrañas de la Australia occidental sin más orientación que la valla a prueba de conejos que atraviesa este confín del mundo explorado lo mismo por el cine (Picnic at Han-ging Rock y The Last Wave, de Peter Weir) que por la literatura (Las líneas de la canción, de Bruce Chatwin). El paisaje al que se enfrentan es, parafraseando a Cormac McCarthy en Meridiano de sangre —obra maestra de los espacios abiertos—, de un orden distinto: un espectáculo rico en riesgos pero también en maravillas. La llanura australiana o the outback, como se le conoce en inglés, se despliega ante nosotros con una majestuosidad que remite a Lawrence of Arabia, sobre todo en la escena en que Molly y Daisy —Gracie es capturada en una estación de tren en el núcleo del vacío— se internan en el desierto y, a punto de morir de hambre y sed, son rescatadas simbólicamente por un águila que les servirá de guía. Conforme transcurre esta odisea primordial, este regreso a los orígenes, el cielo cobra un papel protagónico; recortadas contra un crepúsculo feroz o contra una tempestad que se incuba en la distancia, las figuras de las niñas evocan la mezcla de asombro y pavor que deben haber experimentado los primeros viajeros. Una evocación que nutre y satisface una agorafilia tan grave como la que, más que padecer, gozo a mis anchas.

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En 1931, nueve años antes de suicidarse en un hostal de Port Bou —última escala de su fallido escape a través de los Pirineos—, y mientras Molly y Daisy Craig cruzan el desierto australiano, Walter Benjamin publica en Die Literarische Welt su “Pequeña historia de la fotografía”, un intento por rescatar el aura del mundo que los pioneros de la lente —Blossfeldt, Dauthendey, Hill— legaron al álbum de los tiempos, y que podría ser uno de los puntos de partida del Roland Barthes que varias décadas después hurgaría en las cicatrices del retrato —en la gesta y los gestos del retrato— con ayuda de La cámara lúcida. Al examinar el modo en que “las primeras personas reproducidas” irrumpían, anónimas y accidentales, “en el campo visual de la fotografía”, Benjamin apunta: “El rostro humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista”. Alegoría de la incomunicación característica de un siglo babélico, este silencio cobra una dimensión casi metafísica al envolver las facciones que deambulan por Before the Rain, el debut de Milcho Manchevski que sigue la impronta benjaminiana en una Macedonia escindida por la guerra civil que espera el agua purificadora, el diluvio que restañe las heridas que boquean desde la tierra misma. Acorde con la estructura tripartita por la que se ha inclinado cierto sector del cine contemporáneo —Mystery Train, Pulp Fiction, Flirt y Living in Oblivion, entre muchos otros filmes— y con la intersección de destinos practicada por Robert Altman en Short Cuts, la cinta de Manchevski desarrolla en los relatos que la conforman los temas centrales enumerados por Benjamin: el silencio (“Words”), el rostro humano (“Faces”) y la vista (“Pictures”), tríada que definiría la estética moderna.

En 1939, justo cuando se desataba la tempestad que heredaría sólo una sequía anímica a la segunda mitad del siglo XX, Carlo Levi hablaba en su Miedo a la libertadBefore the RainflâneurMary Celeste