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SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


EPISTOLARIO 1512-1527

NICOLÁS MAQUIAVELO

EPISTOLARIO 1512-1527

Introducción, edición y notas de
STELLA MASTRANGELO

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1990
Segunda edición, 2013
Primera edición electrónica, 2015

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

PRÓLOGO

A 500 años de El príncipe

El 7 de noviembre de 1512 el nuevo gobierno de los Médicis, establecido meses antes como resultado de la derrota del gobierno republicano, confirmaba la anulación de los cargos públicos de Nicolás Maquiavelo. La eficacia y la fidelidad con las que Maquiavelo había servido a la República florentina durante 14 años como secretario de la Segunda Cancillería hacían de él una persona sospechosa y peligrosa para el nuevo despotismo que estaba implantándose. Los temores de los Médicis encontraron motivos para encarcelar, torturar y finalmente desterrar a Maquiavelo a raíz de una conspiración republicana en la que éste se vio involucrado. Condenado a vivir por un año fuera de la ciudad, sin trabajo, el ex secretario de la República se refugió en una casa de campo que tenía en las afueras de Florencia. Ahí, hace 500 años, en el exilio y en la pobreza, Maquiavelo escribió “una obrita” —así también podría traducirse lo que, en esta edición, Stella Mastrangelo volcó al español como opúsculo— que habría de trascender universalmente como uno de los más importantes libros del pensamiento político: El príncipe.

Maquiavelo la escribió durante 1513. Para entonces había iniciado ya la redacción de una obra más extensa, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pero suspendió la escritura de ésta para dar prioridad a la composición de El príncipe. Aunque la concluyó en diciembre de 1513, no se publicó sino hasta después de su muerte, acaecida en 1527. En una emotiva y bella carta dirigida a su amigo Francisco Vettori, Maquiavelo narra cómo escribió esta gran obra con el ánimo de sobreponerse a la tristeza de su exilio, a la pobreza y al desprecio que padecía, pero también como una alternativa para sacar a Italia de la triste situación en la que se hallaba inmersa:

Cuando llega la noche, regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana cubierta de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que sólo es el mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo: De prineipatibus.1

Maquiavelo dialoga con los antiguos como si estuvieran presentes, les hace preguntas y juntos deliberan para elucidar las alternativas de transformación del presente a fin de volver a instaurar la libertad y la grandeza de la antigua República romana. Las preguntas que formula Maquiavelo no son las de un anticuario historiador que busca meramente restaurar el significado original de la obra que el tiempo ha escondido o deformado, sino que están guiadas por una motivación política fundamental: encontrar ejemplos, modelos en los grandes legisladores, ciudadanos, capitanes o reyes, para proponer soluciones a los problemas del tiempo que vive Maquiavelo. En este sentido, conjunta el oficio del historiador con el del filósofo comprometido con la transformación de su realidad. Con ello Maquiavelo se distingue de la mayoría de los artistas y humanistas del Renacimiento italiano, que no tienen un compromiso político y recurren al pasado con preocupaciones y motivos meramente académicos o artísticos, lo cual Nicolás deplora profundamente:

Cuando considero la honra que a la Antigüedad se tributa, y cómo muchas veces, prescindiendo de otros ejemplos, se compra por gran precio un fragmento de estatua antigua para adorno y lujo de la casa propia y para que sirva de modelo a los artistas, quienes con grande afán procuran imitarlo, y cuando, por otra parte, veo los famosos hechos que nos ofrece la historia realizados en los reinos y las repúblicas antiguas por reyes, capitanes, ciudadanos, legisladores, y cuantos al servicio de su patria dedicaban sus esfuerzos, ser más admirados que imitados o de tal manera preferidos por todos, no puedo menos que maravillarme y dolerme.2

El compromiso patriótico y republicano que Maquiavelo mantuvo con congruencia durante toda su vida imprime un sentido político de enorme trascendencia al amplio saber humanístico que posee, pues no se contenta con interpretar al hombre como un artífice de sí mismo, a la manera de Pico della Mirandola, o como un ser capaz de recrear y rivalizar con la naturaleza, en los términos de Leonardo, sino que, radicalizando el espíritu humanista del Renacimiento italiano, Maquiavelo se preocupa por dar a su pensamiento una fuerza pragmática capaz de liberar a la patria italiana de la triste situación de sometimiento a las potencias de aquel entonces, especialmente Francia y España, ya constituidas en naciones-Estado. Sólo logrando la unificación de las principales ciudades-Estado italianas sería posible tal emancipación. Por ello Maquiavelo sostiene un criterio a la vez humanista y pragmático de verdad: verità effettuale, que expone en el capítulo XV de El príncipe, apartándose de los criterios de los demás:

Pero como mi intención es escribir algo útil para quien lo entiende, me ha parecido más conveniente ir detrás de la verità effettuale de las cosas que de la imaginación de ellas. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto ni conocido en la realidad, porque de cómo se vive a cómo se debiera vivir hay tanta distancia, que quien deja lo que se hace por lo que debiera hacerse, aprende antes su ruina que su preservación.

Éste y otros pasajes semejantes han dado pie a la interpretación “maquiavélica” del pensamiento de Maquiavelo, que elimina toda consideración ética y lo sumerge en un craso realismo político sin escrúpulos valorativos, lo que se resume en el dicho jamás pronunciado por Nicolás: “el fin justifica los medios”. Lejos de renunciar a toda valoración ética, Maquiavelo innova una ética fundada en valores republicanos y en un criterio consecuencialista afín a su criterio de verdad efectiva, lo cual se integra en lo que podemos llamar un republicanismo realista. La ética política republicana que propone Maquiavelo tiene como valor principal la libertad política del pueblo frente a los déspotas y de la patria italiana frente a las potencias invasoras, los nuevos bárbaros, como él llama a España, Francia y Alemania. Este ideal patriota y republicano constituye el capítulo concluyente de El príncipe: “Exhortación para liberar a Italia de los bárbaros”.

La comprensión propiamente maquiaveliana, que no maquiavélica, de El príncipe y en general del pensamiento político de Maquiavelo requiere ciertamente de una lectura dialógica de sus obras, de manera análoga a la manera en que Nicolás conversaba con los sabios antiguos. Requiere también de la comprensión de su experiencia vital, de sus ideales humanistas y compromisos políticos, de sus decepciones y esperanzas; en suma, de los motivos profundos que guiaron su pensamiento y acción como excepcional hombre del Renacimiento. Buena parte de esa experiencia vital y esa fuerza anímica la expresó el propio Maquiavelo en su correspondencia personal. Por ello resulta un muy pertinente homenaje que el Fondo de Cultura Económica imprima de nuevo sus cartas personales con motivo de los 500 años de la escritura del El príncipe, con el fin de invitarnos a una lectura más personal y auténtica de esa obra clásica del pensamiento político, cuya publicación no pudo ver en vida Nicolás Maquiavelo.

AMBROSIO VELASCO GÓMEZ


1 Véase carta 23, p. 134.

2 Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en Maquiavelo, Gredos, Madrid, 2011, pp. 249-250.

INTRODUCCIÓN

Los textos incluidos en este libro se publicaron por primera vez entre mediados del siglo XVIII —en la Collectio Veterum Aliquot Monumentorum de A. M. Bandini, Arezzo, 1752— y 1969, fecha de la edición de Sergio Bertelli (véase la nota bibliográfica) que amplió bastante el epistolario conocido. Sin embargo, ni la más sucinta historia de la publicación de las cartas de Maquiavelo, el Secretario Florentino, puede pasar por alto dos momentos anteriores.

“De nuevo he vuelto a descuidar el orden del ir copiando escrituras pertenecientes a historias, por haber recibido de casa de los herederos de Francisco Vettori las propias cartas que por Maquiavelo fueron escritas al dicho Vettori en varios tiempos, las cuales yo copiaré todas sin alterar nada, y si a alguien pareciese que hay alguna que tiene algo de licencioso, o lascivo, que la pase y lea las otras en que él maravillosamente discurre de las cosas del mundo, y excúseme a mí que quizá engañado por la mucha afición que tengo a la memoria de este hombre me dejo transportar a escribir todo lo de él que encuentro, sea como quiera”, anotaba Giuliano de’ Ricci en el folio 141 del manuscrito conocido como “Apógrafo Ricci” y conservado en la Biblioteca Nacional de Florencia. En el manuscrito, dos nietos del Secretario, el propio Giuliano (hijo de la Baccina que en 1527 andaba trastornada por la cadenilla que su padre le había comprado) y el canónigo llamado, igual que su abuelo, Niccolò Machiavelli (hijo de Bernardo, el que hacia el final de este libro se desempeñaba como ayudante de su padre en la cancillería de los Cinco Procuradores de los Muros), copiaron todos los escritos inéditos de Maquiavelo que pudieron encontrar, en un esfuerzo de más de 20 años relacionado con la lapidaria condena que (junto con buena parte de la aureola de diabolismo que hasta hoy lo circunda) cayó sobre toda la obra del Secretario desde la publicación, en 1559, del primer Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica, y con la (vana) esperanza de lograr su suspensión o atenuación.

El otro momento es anterior todavía, y sólo lo conocemos por conjetura. El propio Apógrafo incluye una cantidad considerable de documentos y cartas oficiales sacados de los archivos de Palazzo Vecchio y en buena parte, al parecer, por el propio Maquiavelo, presumiblemente con la intención de preparar alguna publicación sobre el régimen que pasó a la historia como “la república de Soderini”. La conjetura es de Bertelli y se basa en el hecho de que los originales de esos documentos (conservados en la Biblioteca Nacional o en el Archivo de Estado de Florencia) tienen dos dobleces perpendiculares superpuestos a los pliegues originales, y títulos puestos por la mano del Secretario en un único momento, evidentemente posterior a los variados momentos de redacción, que correspondería al de una primera clasificación del material.

Que esa intención posible —y harto presumible, considerando el uso que hizo de la escritura nuestro autor— no se haya realizado es de veras deplorable, sobre todo porque en esta época de exploración de esa cara oculta de la luna representada por todos los procesos reprimidos u orillados a la clandestinidad, la disimulación y el silencio, la república en que tan altos cargos desempeñó Maquiavelo constituye un misterio cuyo atractivo aumenta a medida que vamos descubriendo la densidad y las implicaciones de la cortina de silencio que cayó sobre ella desde su brusco fin.

La presente edición se aparta de la costumbre de separar la correspondencia oficial de las cartas más o menos privadas, para acoger todos los documentos de tipo epistolar escritos por Maquiavelo o dirigidos a él (e incluso algunos sólo referentes a él, como el breve dirigido por Clemente VII a Guicciardini, que constituye el apéndice 28) en todo el periodo comprendido entre la caída de la República en septiembre de 1512 y la muerte del Secretario en 1527, incluyendo algún texto publicado habitualmente entre los llamados escritos políticos menores, como el memorial a Rafael Girólami, cuya índole epistolar es patente.

La selección obedece ante todo a una razón práctica. Toda la correspondencia de Maquiavelo ocupa más de 2 500 páginas en la última edición de Bertelli (sin notas), volumen que desbordaba ampliamente mi proyecto. Sin embargo, la solución de publicar sólo las familiares tiene el inconveniente de excluir casi por completo la información referente al último e importantísimo periodo de su vida, contenido en misivas oficiales. De este volumen, en concreto, desaparecerían 40 cartas —números 65, 68, 75, 98, 99, 112, 113, 116, 120-123, 140-163 y 166-169. Por esa razón elegí el corte cronológico, por el momento que visiblemente dividió la vida de Nicolás Maquiavelo en dos partes muy distintas —y si en la primera discutió con papas y monarcas, fue en la segunda cuando escribió casi toda la obra por la que lo conocemos hoy—.

Con el fin de proporcionar al lector los antecedentes necesarios, he agregado una cronología que incluye un sucinto relato de las actividades conocidas del protagonista desde su nacimiento hasta 1512, con 25 apéndices, en el marco de un panorama general de la situación de Florencia y de Europa. De 1512 en adelante la cronología reúne la información general necesaria para la comprensión de las cartas e intenta colmar en lo posible las grandes lagunas existentes.

En la traducción he intentado ser fiel hasta el servilismo. Esto quiere decir que donde se lee “alienar” o “administración”, eso es literalmente lo que dice el original —pero también donde dice “hicieron acelerar al papa” o “las broncas”. La obra de Maquiavelo fue, entre muchas otras cosas, un hito en el muy concientizado y debatido proceso de evolución de la lengua italiana (que para él era la vulgar toscana, o florentina), y es significativo comprobar que la prosa familiar de las cartas no es más popular que la de las obras: en ocasiones lo es menos. En unas y otras, se trata del habla de una comunidad altamente culta y sofisticada, orgullosa tanto de su pasado como de su presente y en particular de su patrimonio lingüístico: pero en las cartas escribe siempre volpe para designar al zorro, tan frecuente personaje de sus ejemplos, que cuando se dirige al príncipe es siempre golpe —aproximadamente, como si escribiera “güey”—. Y desde luego, la facilidad con que desliza en la correspondencia, a menudo con variaciones más o menos significativas, citas de Livio, Ovidio y Virgilio, de Dante, Petrarca y Boccaccio y muchos otros, forma un contraste interesante con la ausencia de referencias a autoridades que ha sido señalada como característica significativa de El príncipe. En los corresponsales, por otra parte, encontramos toda una gama, desde la erudición y la profundidad de las cartas de Vettori y Guicciardini hasta la trabajosa sintaxis del infortunado ser Vincenzo, excomulgado por una carga de trigo.

La publicación de este epistolario solía justificarse con el argumento de que el conocimiento de la vida de Maquiavelo ayuda a la comprensión de su obra, y no cabe duda de que de estas páginas surge, entre un rico cuadro de la vida renacentista florentina —con su gusto por la conversación ingeniosa, la deducción vivaz y la polémica encendida, siempre atenta a las mínimas oscilaciones de la polis—, la figura del protagonista Nicolás Maquiavelo como un hombre, como diría él, “entero y verdadero”. Es igualmente indiscutible que contienen mucha información interesante relacionada con el surgimiento y desarrollo de cuestiones importantes: por ejemplo, en las “divagaciones” que escribió a Pier Soderini durante el triste invierno de 1512-1513, el tema del fin y los medios aparece formulado en forma significativamente distinta de la que la tradición popular asocia con el Secretario. Y cuando con su típico humor amargo relata a Francisco Vettori las palabras pronunciadas por la Riccia “fingiendo hablar con la sirvienta” sobre la falibilidad de los sabios en la práctica, ciertamente parece estar refiriéndose a una larga línea de críticos, que con seguridad ya se había iniciado.

Sin embargo, es preciso advertir que sería un error suponer que tenemos aquí un cuadro fiel y completo de los últimos 15 años de la vida de Maquiavelo. En primer lugar porque faltan muchas cartas: según Bertelli, muchas podrían encontrarse todavía en bibliotecas y archivos públicos y privados de Italia y del extranjero. En segundo, porque las cartas no son un registro sistemático de los acontecimientos sino que responden a necesidades concretas y puntuales de comunicación, y en general sustituyen una expresión oral momentáneamente imposible. La intensa relación con Vettori, que hace que durante años se escriban incluso varias cartas por semana, y cartas de muchas páginas, no termina cuando éste regresa a Florencia; más bien podemos suponer que aumenta, ahora que pueden desarrollar sus largos diálogos paseando por las calles de la ciudad, como añoraba Vettori desde su embajada romana. Pero del epistolario desaparece por un buen tiempo. Por la misma razón no aparecen, o sólo aparecen fugazmente, los que —al menos a juzgar por las dedicatorias de las obras— fueron los mejores amigos del Secretario. De Luigi Alamanni no hay ninguna carta, y sólo por una conocemos el grave acento de Zanobi Buondelmonti, que merecía ser príncipe. El relato de la conversación sostenida con Lorenzo Strozzi sobre el proyecto de casar a un hijo suyo con una hija de Guicciardini es muy divertido y arroja una luz interesante sobre las costumbres matrimoniales de la época, pero para nada nos explica por qué le fue dedicado el Arte de la guerra. Y podemos leer todas las cartas sin enterarnos de la existencia de los Orti Oricellari, que tanta importancia tuvieron, sin embargo, para la vida y la obra de Nicolás Maquiavelo.

Hay incluso ausencias que evocan el hecho de que la palabra “secretario” viene de secreto, y que el propio Maquiavelo advierte en los Discursos (en el capítulo sobre las conjuras) que “del escribir cualquiera debe guardarse como de un escollo”. Mencionaré la que más me intriga: quien entregó a los editores, después de la muerte del autor, los originales de El príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y las Historias florentinas fue Giovanni di Taddeo Gaddi, florentino nacido en 1493 y muerto en 1542, que fue clérigo de cámara apostólica, rico, humanista, mecenas y poseedor de una espléndida biblioteca. A él están dedicadas las primeras ediciones de esas obras, y en la dedicatoria de los Discursos dice el editor Antonio Blado:

Y con tanto más gusto se la dedico, cuanto más me parece que la excelencia de esta materia está conforme a la altura de su espíritu; y cuanto Vuestra Señoría tiene en esta obra mucho mayor parte que yo, habiendo sido tan amigo, a lo que entiendo, del autor de ella, y tan aficionado a sus cosas, y además siendo este libro salido de su casa, y por hombres suyos dado a luz, y con gran diligencia corregido.

Es asombrosamente escasa la información que existe sobre Gaddi (“se deleitaba muchísimo de la virtud, a pesar de que en él ninguna había”, dice Benvenuto Cellini en su Vida), pero lo que me intriga es que, aparte de esas dedicatorias, ni una sola vez aparece su nombre asociado con el de Maquiavelo.

Sin embargo, los enigmas, las paradojas y las ambigüedades son características constantes de todo lo relacionado con el Secretario (el propio catálogo de sus obras está todavía en discusión), y felizmente este libro admite, o más bien impone, otra lectura. Este conjunto armado por el azar de las cartas perdidas y encontradas se puede leer “como una novela”: una gran novela histórica sobre el fin del Renacimiento italiano, protagonizada por un ser humano excepcional, de inteligencia, sensibilidad y cultura muy superiores a lo común y ubicado en un punto importante de esa época convulsa que fue el siglo XVI. Maquiavelo no vivió para experimentar las consecuencias del contacto con el mundo al otro lado del océano, pero el proceso de definición de los Estados europeos modernos y de reorganización de las relaciones entre el poder espiritual y el temporal, o entre el emperador y el papa o entre Dios y el César, lo vivió participando intensamente, lo analizó con la razón y con la pasión. En este libro los motivos más variados, los personajes más dispares y episodios de toda índole se dibujan contra la gran trama de fondo que es el proceso político que se estaba desarrollando en Europa y que a lo largo del epistolario se comenta, analiza, discute, en forma particularmente dramática porque Maquiavelo está viendo —estaba viendo desde sus tiempos de Secretario— la tremenda amenaza, representada por los grandes Estados ya constituidos en otras regiones de Europa, que se cernía sobre los pequeños Estados italianos y que se concretaría con el triunfo imperial. El saqueo de Roma por los ejércitos de Carlos V, que tan enorme valor simbólico tuvo para pueblos en que el conflicto entre la autoridad religiosa y la civil era quemante actualidad, se produjo todavía en vida de Maquiavelo, menos de dos meses antes de su muerte. Y el triunfo militar de Carlos V, su posterior acuerdo con Clemente VII (que en 1530 lo coronó en Bolonia repitiendo minuciosamente, por exigencia del emperador, la ceremonia de coronación de Carlomagno) y después el desenlace del Concilio de Trento marcaron la victoria del movimiento que con justicia ha sido llamado Antirrenacimiento —para la península italiana el comienzo de dos siglos largos de ocupación militar extranjera y rigurosa vigilancia inquisitorial—, y en la cultura de lo que Croce llamó “la edad barroca”, con el tacitismo, el nicodemismo y demás formas de la disimulación.

Maquiavelo, igual que Leonardo y Miguel Ángel, es una de las máximas encarnaciones del espíritu del Renacimiento italiano. La intensidad emotiva, la profundidad intelectual, la pasión estética y la alegría de vivir que asociamos con el arte de ese periodo desbordan de estas páginas. Espero haber logrado transmitirlas al lector.

AGRADECIMIENTOS

Todas las traducciones del latín son obra de los doctores Giuseppe Palmieri y Mariapia Lamberti, del Instituto de Cultura de la Embajada de Italia en México, quienes además ayudaron a resolver innumerables dudas. Sería demasiado larga la lista de los empleados de la Biblioteca Nacional de México que colaboraron en alguna forma con mi trabajo, de modo que mencionaré solamente a Arturo Gómez por su aporte tan variado como valioso. Todavía no encuentro la palabra que designe cumplidamente la función que desempeñó en el proceso Ludka de Gortari Krauss, por lo que la agradezco sin declararla. Por último, es un hecho que este libro no existiría sin la confianza y el estímulo del Fondo de Cultura Económica y en particular de Adolfo Castañón, y tampoco sin el impulso inicial y el ejemplo que agradezco a mi maestra Luce Fabbri y a mi padre Víctor Mastrangelo.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

La bibliografía sobre Maquiavelo y sobre el Renacimiento italiano es interminable (un buen resumen puede encontrarse en Armando Saitta, Guía crítica a la historia medieval); aquí se indican sólo las obras citadas en las notas (véase mi reseña de la bibliografía de Sergio Bertelli en el Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, México, UNAM, 2ª época, núm. 4, 1990). Del siglo XVI, la Storia d’Italia de Francisco Guicciardini, las Istorie della città di Firenze de Jacopo Nardi y la Storia fiorentina de Benedetto Varchi, que incluye las cartas de Giovambattista Busini (de todas hay diversas ediciones); más cerca de nuestro tiempo, Jacob Burckhardt, La civiltà del Rinascimento in Italia (desconozco la traducción española), la Vita di Niccolò Machiavelli de Roberto Ridolfì (Roma, Belardetti, 1954), Escritos sobre Maquiavelo y La idea de nación de Federico Chabod (ambos publicados en español por el Fondo de Cultura Económica, en 1984 y 1987, respectivamente), y sobre todo la vasta obra de Sergio Bertelli, franciscana o maquiavélicamente dispersa en las innumerables notas introductorias, notas bibliográficas, notas al texto y notas a pie de página de las dos ediciones de las obras completas de Maquiavelo que ha dirigido: Opere complete, Milán, Universale Economica Feltrinelli, 8 volúmenes, de 1960 en adelante (con Franco Gaeta); y la en muchos sentidos extraordinaria edición conmemorativa del quinto centenario del nacimiento de Maquiavelo publicada en Milán por Salerno en 11 volúmenes a partir de 1969, con el título general de Opere.

ADVERTENCIA

Horario. Las 24 horas se contaban a partir del Ave María de la tarde, anunciado (hasta hoy) por las campanas media hora después de la puesta del sol.

Calendario. Florencia seguía un calendario ab Incarnatione, para el cual el año empezaba en la fiesta de la Encarnación, el 25 de marzo. Al mismo tiempo, Roma utilizaba un calendario a Nativitate, por lo que allí el primer día del año era el 25 de diciembre. A esto se deben las diferencias observables en las fechas originales de muchas cartas.

Moneda. En Italia, a la multiplicidad de estados correspondía una multiplicidad de emisores1 y la consiguiente diversidad de medidas de peso y criterios sobre la ley de los metales. Agréguese el hecho de que todas esas monedas habían ido sustituyendo gradualmente a la moneda única del Imperio romano conservando en muchos casos sus denominaciones, y se podrá conjeturar la babélica confusión que reinaba en este aspecto. Contribuía a agravarla, además, la evolución de amistades y enemistades políticas, y así, en su “Nota para uno que va de embajador a Francia”, Maquiavelo advierte: “Desde Bolonia y por todo el Milanés se gastan con ventaja los cuartos de Milán”, y más adelante: “En Asti y en el Milanés, guardaos de aceptar monedas de Saluzzo”. Por otra parte, las mismas monedas veían modificado su valor por el desgaste y los recortes, y es por esto que, por ejemplo, Agustín del Nero protesta, en su carta del 21 de julio de 1526: “quisiera que estuvieseis […] cuando se cuenten […] porque de semejantes cosas no haría yo negocio […] que me avergonzaría de no mandar los mismos ducados que me mandan. Y si es posible quisiera que llevaseis a la señoría del lugarteniente para que vea con sus propios ojos qué clase de oro es”.

La moneda fraccionaria se llamaba generalmente soldo (del solidus romano), pero detrás de ese nombre podía haber prácticamente cualquier cosa. Otras se llamaban quattrini (a veces quattrini bianchi) y grossi (pero también se llamaba grosso un florín de plata). De la libra (pesa) de plata que fue la base del sistema monetario de Carlomagno tomó su nombre la lira, que fue una moneda solamente ideal o de contabilidad hasta mediados del siglo XV, cuando surgió una variedad de monedas circulantes con ese nombre (por ejemplo, la lira di denari piccoli y la lira di denari grossi). El primer florín de plata acuñado por Florencia en 1235 equivalía originalmente a una lira de plata. Entre las monedas de oro, las principales eran en el siglo XVI el florín de oro emitido por Florencia desde 1252; el ducado de Venecia inaugurado en 1284 y el genovino acuñado desde poco después por Génova y comúnmente llamado también ducado. En 1501 la Señoría de Florencia, frente a esta situación, decretó que todas las cuentas debían ser estipuladas en “florines de oro efectivos”: de ahí el nuevo nombre de “florín grande” (fiorino largo) o “de oro en oro” (d’oro in oro). Había además un florín “pequeño” o “de estudio”, de valor oscilante entre la mitad y dos tercios del grande. Pero todas éstas son sólo observaciones generales, por lo dicho al principio.


1 Véase mapa 1, p. 61.