Adueñándote de mi corazón

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2017

© Editorial LxL 2017

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: junio 2017

ISBN: 978-84-16609-91-8


Agradecimientos

1

Siete meses más tarde

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

Epílogo

Dieciocho meses después

Fin

Sigue a la autora en sus redes:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para ti, mi querido lector.

Todo el mundo debería tener un Rubén en su vida,

todo el mundo merece un buen amigo.

 

Agradecimientos

 

Quiero agradecerle a esta saga de tantos personajes locos el haber podido sacarme miles de sonrisas y carcajadas cuando tecleaba su historia. Mi vida ha cambiado con y gracias a ellos. He sabido lo importante que es una sonrisa a diario, lo importante que es reír a menudo, y sin ellos nada será lo mismo, pero siempre los llevaré en mi corazón y podré releer sus historias tantas veces como me apetezca.

A ti, mi querido lector, por ser fiel en este camino, por encontrar en mí un maravilloso momento para evadirte del presente y por darle la oportunidad a todos y cada uno de los personajes de esta saga.

Por último, quiero agradecer, como de costumbre, a las personas que han estado conmigo desde el minuto uno: mi madre, mi hermana y todos aquellos que con el paso de los días se han ganado un hueco en mi corazón. Tampoco puedo olvidarme de mi Ma Mcrae, porque en su estantería quedará muy bonito.

Besos.

 

P.D.: No menos importante, no puedo dejarme a la persona que me ayudó con el título de esta novela un día cualquiera mientras intentábamos unir una frase con todos los volúmenes. Mi gran guerrera vikinga, la que día a día evoluciona más: mi churri, R.Cherry. Porque un día, sin venir a cuento, creamos algo muy bonito que dice así: «Te robé un beso y, de pronto, apareciste tú rompiendo mis esquemas, adueñándote de mi corazón». Gracias. Te supermegaquiero, mi churrina.

Angy Skay

 

 

1

 

 

 

 

 

 

 

Siete meses más tarde

 

A las cuatro de la mañana, con algunas copas de más y gracias a César, entramos en el antro más pellejero de toda Barcelona. Abrimos dos puertas negras con varios botones en ellas —sí, botones del tamaño de la rueda de una moto—. La música me inunda los oídos al son de Cher y la canción Welcome to Burlesque mientras observo cómo varias bailarinas se contonean encima de pequeñas tarimas redondas mirando al público de manera sensual. De reojo, contemplo que Sara resopla, y entonces me da un codazo.

—Mira dónde venía el gracioso de mi marido.

—Antes podía hacer lo que quisiera, Sara, para eso estaba soltero —lo defiendo.

Me mira con mala cara.

—¿Tú de qué parte estás? Últimamente, tengo mis dudas.

Sonrío.

—No me pongas esa carita de rompebragas, que conmigo no cuela.

—¡¿Rompebragas?! —me asombro a la par que me río de nuevo.

—Sí, ese es el mote que te ha otorgado la canija cabezona.

—¡¿Rocío?!

Tengo que apartarme unos pasos de ella para poder verle la cara y así verificar que no está quedándose conmigo. Desde que Berta y Luis se casaron y ella se quedó sola en el piso, he de reconocer que la amistad que hemos llegado a entablar es asombrosa; eso sí, sin dejar nuestras puntadillas volar de vez en cuando, para no perder la costumbre.

—Sí, la misma.

La busco con la mirada y la encuentro bailando tan tranquila al compás de la música, con Patri a su lado siguiéndole el rollo. Lleva una camisa blanca con adornos en dorado y una falda de color negro con encaje que le llega a la cintura. A todo eso le ha sumado unos tacones de diez centímetros para «intentar» aparentar más altura. Lo que no entiendo es cómo no se ha partido los tobillos ya. Menos mal que el aspecto de vampira ha desaparecido. Por fin ha guardado los polvos blancos en un cajón para así dejar ver su tez morena.

—No puedo creérmelo… —murmuro.

Aun así, Sara me oye.

—Aquí todo el mundo tiene mote, así que no deberías asustarte. Parece mentira que no nos conozcas. Berta es la pequeña diva; Rocío, la canija cabezona; César, el ladrón de corazones; Dmitry, el rusito arrogante; Luis, el árabe de ojos verdes; Patri, la princesita incomprendida; y tú, el rompebragas. —Sonríe de oreja a oreja.

—¿Y tú?

—¿Yo? —Asiento—. Yo soy yo.

—Tendremos que buscarte uno. De momento, eres la única que se salva.

Aparece César a su lado y ella lo mira altiva y resoplando, hasta que cruza sus brazos a la altura de su pecho y pone morritos, intentando parecer enfadada.

—Así que aquí venía a menudo el pequeño gañán…

—Yo no he dicho que viniese a menudo. Pero sí, alguna vez he estado. —Ella alza una ceja, interrogante—. No hay mujeres de compañía, ¡malpensada!

Asiente sin creerse lo que dice, chasquea la lengua y se une al dúo que baila en medio de la pista sin importarles que no tengamos ni una mesa para sentarnos. César, tan amable como de costumbre en los sitios que no conocemos, habla con el camarero y nos llevan a un reservado en la parte derecha de la sala, donde hay otro camarero esperándonos. Diez minutos después, Rocío se sienta frente a mí para refrescarse la garganta, y no puedo evitar preguntarle por mi mote:

—¿Se puede saber por qué soy el rompebragas?

Suelta una carcajada que consigue oírse por encima de la estridente música. Se sujeta la barriga varias veces, hasta que al final consigue calmarse y me mira, negando una y otra vez.

—¿No te gusta?

—No lo sé —dudo, poniéndome una mano en la barbilla, pensativo.

—Creo que te viene que ni pintado.

—¿Y eso por qué?

Se aparta un mechón de su cabello negro que le cae por el rostro y lo recoge detrás de su oreja. Vuelve a darle un sorbo a su bebida y me mira.

—Eres el típico chico que anda por la calle y levanta pasiones, ¿me equivoco? —Sin pestañear, niego con la cabeza—. También estoy segura de que mujeres no te faltan para calentarte la cama, ¿cierto? —Asiento—. Entonces, ¿qué más quieres? ¿Todavía necesitas más motivos?

Me recuesto un poco en el sillón tapizado de color rojo, cojo mi copa y le doy un trago.

—Visto de esa forma, puede que hasta me lo tenga ganado.

Asiente tan tranquila.

—Lo que no me queda muy claro es de dónde sacas esa parte de paño de lágrimas y amigo fiel. No te pega para nada.

—Tú no tienes amigos…, por lo que veo.

—No, ni los quiero. Todos te decepcionan y no puedes confiar en nadie, así que mejor guardarse las cosas para uno mismo.

—¿Y tú ejerces de psicóloga alguna vez? A mí sí me cuentas cosas —la chincho.

—No tiene nada que ver mi carrera con mi pensamiento. Supongo que a ti también te han decepcionado, solo que tú lo llevas mejor. —Sonríe, ignorando mi segundo comentario.

Ese simple detalle me confirma que algún problema ha debido tener en el pasado para pensar de esa manera. Antes de que pueda preguntarle, llega Berta con un sofoco de mil demonios y se tira casi en plancha para sentarse.

—¡Uf! Estoy agotada. Los pies están matándome, y creo que no soy capaz de beber nada más. Con lo poco que me gusta el alcohol, no sé cómo sigo atreviéndome de esta manera.

—Luis está llevándote al lado oscuro. —Se ríe.

—Sí, canija, me temo que sí.

Lo busca con la mirada hasta que da con él. Se asegura de que solo baila con Patri y vuelve su rostro a nosotros.

—¿Cómo llevas la vida de soltera? —le pregunta a Rocío, sonriendo.

—Bien, tampoco lo vi tan grave como estabais pintándomelo entre todos.

—Bueno, por lo menos echarás en falta mis gruñidos de primera hora.

—Ya tengo los de la vecina María. —Berta asiente—. ¡Qué mujer!

—Es una cotilla, yo también la conozco —reconozco, dejando mi vaso en la mesa central.

—Podríais iros a vivir juntos. Quién sabe lo que podría salir de ahí.

Rocío abre los ojos en su máxima extensión a la vez que yo niego varias veces. ¡Está loca! Una cosa es que ahora tengamos una relación más estrecha y otra muy distinta que creemos una convivencia.

—¿Y aguantar que ronque cada vez que duerme? ¡Ni de coña!

—Habló la que pudo… —gruño.

—¡Yo no ronco! —Me fulmina con la mirada.

—Tendrás tus defectos.

Achica los ojos y da por zanjado el tema cuando deja la copa encima de la mesa y se levanta para irse a la pista de baile. Berta me contempla pensativa, lo que hace que me ponga nervioso.

—¿Qué? —termino preguntándole en vista de su silencio.

—¿No te parece una chica atractiva?

—Para nada. —Sonrío.

—No puedes quedarte solo toda la vida —refunfuña.

—No lo pretendo, pero tampoco quiero pasarla con ella. ¿Tú estás oyéndote? Además, estamos intentando tener una amistad. —Me río.

—Sí, y es una persona maravillosa —dictamina con una sonrisa.

Niego con la cabeza y miro en dirección al grupo de personas que están bailando. La veo moverse con facilidad entre los brazos del ruso, y tengo que sonreír cuando observo la imponente altura de Dmitry y lo pequeñita y frágil que parece ella entre sus brazos. Pocos segundos después, se queda sola y un chico de la barra se acerca y le ofrece una copa. La declina y sigue a su rollo, pero él parece no darse por vencido y vuelve a intentarlo. Contemplo cómo enarca una ceja y leo sus labios cuando le dice: «Te he dicho que no. ¿Estás sordo?». Esto último lo hace tocándose el oído. Al chaval parece no hacerle gracia y la coge del codo con fuerza.

—Anda, ve a salvar a la damisela en apuros —me sugiere Sara, que acaba de llegar.

—No creo que tenga muchos apuros, pero allá voy.

Mis últimas palabras salen cuando veo que Rocío le pega un pisotón en el pie derecho que hace que el chico la suelte al momento y maldiga. Me acerco a paso ligero y la cojo de la cintura hasta que queda frente a mí. Arruga el entrecejo y, antes de que pueda apartarse, miro al muchacho.

—¿Algún problema?

Él niega con la cabeza al ver mi tono amenazante junto con mi cara de pocos amigos.

—No necesitaba ayuda —reniega la canija.

—Se dice gracias —susurro en su oído, a lo que ella no reacciona de ninguna forma.

—Parecías un hombre temible y todo. —Se ríe de mí.

—Cuando quiero, puedo ser muy rudo —bisbiseo con una sonrisa perdonavidas.

—No me impresionas —repite lo mismo que la última vez que estuvimos tan cerca en Bulnes.

—No sé por qué no me extraña.

—Que a mí no me llevas al huerto, rompebragas. —Y con una ligera carcajada, se aleja de mí hasta que llega al reservado.

—¿Has visto? ¡Un caballero andante! —grita Sara para que se la escuche.

—Ha ido a salvarte, ¡qué bonito! —comenta Patri con euforia.

—Y si no llega a venir, le planto semejante guantazo en la cara que muere en el acto.

Todos la miramos. Berta traga saliva y, con ella, la siguiente frase tonta que seguramente iba a soltar. Yo estoy que no quepo en mí de asombro por la mala leche con la que ha pronunciado lo último.

—Pequeña pero matona. —Las palabras brotan solas de mi boca.

Ella me mira, sonríe y se pone a mi lado.

—¿Has visto? —ronronea demasiado cerca—, una que no necesita un príncipe para nada.

Sonríe y se aleja un poco, haciendo que el aire entre ambos vuelva a fluir de manera rápida y ágil. Trago un nudo que se crea en mi garganta y que, sin saber por qué, me deja un mal sabor de boca.

—Si ligas de esa manera, no vas a tener novio en la vida.

—No lo pretendo, Berta —sentencia.

—Espero que por lo menos le des una alegría al cuerpo de vez en cuando.

—Tampoco lo hago —suelta tan normal.

A Berta le cambia la cara, Sara la mira sin entender, y es Patri la que toma las riendas de la situación:

—¿Qué quieres decir? Como lleves cuatros años sin echar un polvo… Permíteme que te diga que no sé cómo no has muerto.

—La verdad es que no llevo cuatro años —contesta como si nada.

Todas suspiran y sueltan el aire contenido mientras nosotros observamos la escena sin decir ni una palabra.

—¿Tienes alguna agenda de follamigos por lo menos? —se interesa Sara.

—¿Perdona? ¿Agenda? —pregunta César, mirando a su mujer con retintín—. ¿He oído bien? —Ahora nos mira a todos, y asentimos a la vez—. ¿Desde cuándo tienes tú esa agenda y dónde está? —le exige saber, extendiendo la mano hacia ella.

—No la tengo. Es lo que se lleva ahora. —Le da una palmada y hace que se siente, aunque César sigue con el ceño fruncido.

—No, no tengo —contesta la interpelada.

—¿Entonces? ¿Tienes juguetes? —le pregunta desesperada Berta, volviendo al tema anterior.

—¿Juguetes? —se extraña.

—¡Consoladores o algo, coño! —salta el ruso, y tengo que reírme por su tono.

—Veo que el tema os tiene expectantes —expone, pero nadie le contesta. Todos le prestamos atención, incluso yo. Parecemos marujas—. No, yo no he tenido ese tipo de relaciones con nadie.

Ahora sí que hasta la música deja de sonar. Se me ha olvidado preguntarle alguna vez por su vida sexual en los miles de conversaciones absurdas que hemos tenido durante los últimos siete meses.

—¿Perdona? ¿Estás quedándote con nosotros? —murmura Berta sin creérselo.

—¿Estás diciéndome que, en pleno siglo veintiuno, eres virgen? —Patri intenta contener su tono irónico.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunta Luis sin dar crédito.

—Sí, tengo veintisiete años y soy virgen, ¿qué pasa? —nos enfrenta sin un ápice de rubor en sus mejillas.

—Madre mía…, eso sí que es una buena cosecha —añade el ruso, a lo que César le da un codazo.

—Eso se soluciona rápido. ¡Por favor, ¿dónde están los chicos de compañía?! —grita Luis a pulmón abierto hacia la barra.

—¡Que aquí no hay ni chicas ni chicos de compañía! —se exaspera César—. Pero lo solucionamos rápido. Vámonos.

En una décima de segundo se lía la revolución. Berta sigue sin creérselo, y la pobre no pestañea, como las otras dos. Entretanto, los chicos recogen todas las cosas y Luis tira del brazo de Rocío para que se levante.

—¡Espera, espera! —le pide la aludida.

—No, no, madre de Dios… Veintisiete años, dice, y mírala, tan tranquila. —Aún no se lo cree.

Rocío se suelta y se sienta de nuevo, sin darle importancia al tremendo revuelo que acaba de montarse. No entiendo cómo en determinadas ocasiones puede llegar a tener esa parsimonia.

—A ver —nos pide calma con las manos—, no soy virgen por ningún motivo en particular. Soy virgen por casualidades de la vida a las que yo no les doy ninguna importancia. Pienso que todo llegará. Y de verdad que gracias, pero no necesito ningún chico de compañía.

Su tono tan natural, tan normal y tan de todo me desespera hasta a mí.

—¿Tú sabes lo que te pierdes? —le pregunto, haciéndole gestos insinuantes con los ojos.

—No me importa. —Mueve los hombros de manera desinteresada—. Supongo que ya llegará, repito. No lo he probado nunca, así que no sé lo que es ni si realmente estoy perdiéndome algo que no deba.

—Eso no me lo habías contado…, pelleja —murmura renegando Berta.

—Tampoco salió el tema —intenta defenderse.

—Ni a mí tampoco, si te sirve de consuelo —ataco también, y hace un gesto de indiferencia con los hombros.

Bajo la expectación de todos, nos miramos los unos a los otros sin entender su postura respecto a este tema, hasta que nos reímos cuando escuchamos cómo Patri dice sin filtro, como habitualmente hace:

—Entonces nosotras seremos muy ligeras de bragas…, o muy putas.

 

 

2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El lunes a primera hora entro en la pequeña caseta de chapa que tenemos en la obra, lugar donde realizo mi trabajo. Dejo el montón de planos que me acompañan a diario sobre la mesa y suelto mi chaqueta de cuero negro en la silla más que desgastada que tengo detrás de la mesa.

—Tanto estudiar… para terminar en una caseta prefabricada… —murmuro con desgana.

Recojo los veinte mil papeles que rebosan de la papelera, los meto todos en una bolsa, abro la puerta para sacarla fuera y me encuentro al jefe de obra caminando hasta donde estoy.

—Buenos días, Rubén, necesito que vengas un momento —me pide con cierta desesperación en su voz.

—Sí, claro, ¿qué pasa?

—Los metros de aquí —me señala el plano— no me cuadran con los que hay en la superficie real.

—Eso es imposible. ¿Seguro que estás mirando el plano que es?

—Que sí, que sí.

Tras media hora dando vueltas dentro de treinta metros cuadrados, descubro que el jefe de obra se ha equivocado, y el rato que hemos perdido no sirve para nada. Le cambio el plano y, con mala leche, le pongo encima el que pertenece a esa vivienda.

—Vaya… Yo… —titubea.

—Sí, yo… —lo imito con ironía—. Me voy antes de que se haga más tarde.

Al girarme, no me da tiempo a salir de la construcción cuando Leire, una de las ingenieras que trabaja aquí, pone su mano en mi pecho y me para. Levanto la vista y, sin querer, los ojos se me van al gran escote que tiene. Disimulo con rapidez desviando mi mirada hacia sus dos esferas azules, que brillan más de lo normal esta mañana.

—¿Qué haces esta noche?

—Un «Buenos días» estaría bien.

Sonríe, a lo que yo le correspondo. Es una mujer que físicamente siempre me ha atraído pero con la que nunca he estado, y todavía ni yo mismo sé el motivo.

—Buenos días —recalca—. Y ahora… —pasea su dedo con firmeza por mi cuello—, ¿qué haces esta noche?

Antes de que pueda contestarle, una voz alegre y con seguridad grita detrás de mí:

—¡Esta noche tiene planes ya!

Mi cuerpo se da la vuelta por inercia, olvidándose de las caricias que Leire está provocándole, y veo a una mujer bajita con una trenza de raíz y un… ¿vestido turquesa con estampados de color blanco?

—¿Quién eres tú y qué has hecho con Rocío?

En los últimos meses ha cambiado un poco, pero a tanto como vestir tonos pasteles con estampados…

—¿Te gusta el cambio?

Da una vuelta sobre sí misma, tan sonriente como siempre y pegando un pequeño saltito, extiende sus manos para abrirse un poco el vestido y chasquea la lengua con aprobación.

—He pensado que ya estaba bien del negro, que tenía que cambiar el look, o si no… Y ya que he conseguido guardar los polvos blancos, ¿por qué no cambiar el resto? —Se pone un dedo en la barbilla, pensativa—. Ven, que te lo cuento mejor en privado.

—Luego no quieres que te llame friki. —Me río de ella y pone los ojos en blanco.

Leire arruga el entrecejo, y no puedo evitar reírme cuando Rocío me tira del brazo y me lleva a ninguna parte porque no sabe dónde está mi caseta, dado que nunca antes me ha visitado.

—Es aquí. —Ahora tiro yo de ella hacia el interior y entramos con energía.

He de decir que, aunque tengamos nuestras puntadillas permanentes, es una persona muy parecida a mí, ya que tiene un carácter que le levanta el ánimo a cualquiera, y aunque la primera impresión que tuve de ella fue errónea, no me arrepiento de haberla conocido un poco mejor.

—¿Cómo sabías dónde trabajo? No recuerdo haberte dado la dirección nunca.

—Patri es una chivata, y Berta ya ni te cuento. —Se ríe—. Menos mal que Sara es tu fiel amiga.

—Sí, porque con las otras dos estoy vendido.

—Totalmente. —Suelta una carcajada.

—Bueno, ¿y por qué me honras con tu visita?

—Pues verás, tengo una duda… Más bien no es una duda, sino una proposición un tanto… indecente.

—¿Sabes que estás excediendo los límites conmigo? Al final serás mi amiga fiel, lo veo —me burlo de ella.

—Bueno, pues allá voy, proceso de amigo fiel. —Me es imposible no reírme al pensar en que el mote de cabezona se lo tiene ganado—. He conocido a un chico. En realidad, lo conozco desde que empecé a trabajar en Barcelona. Es cirujano y, bueno… —suspira con la sonrisa permanente en sus labios—, yo no soy de quedar con chicos cada dos por tres, así que no sé cómo encauzarlo.

—Me parece surrealista que con la edad que tienes estés preguntándome estas cosas, pero adelante, te escucho.

—Pero tú eres un experto; véase la pedazo de mujer que tenías delante con un escote que casi le llega al ombligo.

—¡No seas exagerada! —Abre la boca desmesuradamente—. Bueno, quizá un poco sí.

Me apoyo en la mesa y cruzo mis brazos a la altura del pecho, haciendo que se me marquen los bíceps. Ella me mira y sonríe, pero ni con esas consigo que se sonroje.

—El caso es que quiero que me enseñes a llevarme a un hombre al huerto, o como se diga.

Enarco una ceja mientras hace aspavientos con las manos. No entiendo muy bien esta conversación.

—No sé si te pillo.

Se retuerce las manos a la vez que ríe con nerviosismo. Repaso su figura de arriba abajo un par de veces más, dándome cuenta de que, en realidad, los colores pasteles tampoco le quedan tan mal.

—Pues que… —muevo un poco la cabeza mientras presto suma atención a lo que quiere decirme—, he pensado que tu podrías enseñarme lo que le gusta a un hombre y lo que no.

—¿Pretendes que sea tu cupido, por así decirlo?

—Más o menos.

—¡Yo no sé hacer esas cosas!

—Pero eres un hombre.

—¿Y?

—No sé, sabrás más que nadie qué es lo que le gusta a alguien de tu especie.

—¿De mi especie? —Suelto una carcajada.

Pone mala cara, resopla y se gira para marcharse. Antes de que lo haga, me levanto, cojo su mano y la giro para que quede frente a mí.

—Espera, no te enfades ni salgas corriendo.

—Es que no sé por qué os asombra tanto que con los años que tengo no haya hecho tantas cosas como vosotros. —Arruga los labios—. A lo mejor es que soy más rara de lo que pienso.

—Cada cosa lleva su tiempo, así que no es necesario que las fuerces. ¿Has hablado alguna vez con él por lo menos?

—¡Claro!

—¿Entonces? —Ahora sí que no lo entiendo.

—Pues que… en una de las citas, cuando vino a por mí a saco…, me fui corriendo.

—¿En serio? —le pregunto perplejo, a lo que ella asiente—. No puedes huir del sexo toda tu vida.

—Pero es que me da miedo.

—¿Miedo? —me asombro.

—Sí, ¡porque no tengo ni idea de cómo barajar esa situación! Y de verdad que a mí me da igual, pero a quien le cuente que soy virgen con veintisiete años…

—Es que lo tuyo es un poco grave, pero nada que no tenga remedio —recapacito al darme cuenta de que estoy contradiciéndome a mí mismo.

La veo titubear durante unos segundos, alza la vista y mira las paredes de la caseta, lo que hace que comience a ponerme nervioso.

—¿En qué estás pensando?

—Y si… tú… —Achico los ojos—. Bueno, si tú y yo… En fin…

—¿No estarás pidiéndome que me acueste contigo? —Alzo una ceja, interrogante. Muestra su perfecta dentadura blanca, poniendo cara de no haber roto un plato en su vida—. Es la cosa más tonta que me han dicho en la vida —sentencio.

—¿Por qué? —se extraña—. ¿No se supone que es solo sexo?

—¡Porque eres virgen!

—¿Y qué? Mejor para ti, ¿no?

Niego con la cabeza.

—No, no, no, y mil veces no.

Me paso la mano por la cara con desesperación mientras sigo escuchándola en la lejanía. ¡Está loca!

—No entiendo por qué la idea te parece tan descabellada. Mejor tú que no otro cualquiera. Al fin y al cabo, todo queda en «familia».

Me giro y la miro de nuevo.

—Desde luego, no sabes lo que estás diciendo.

—¿Tan malo eres en la cama? —me suelta como si nada.

Doy dos zancadas hasta que llego a ella y la miro desde mi imponente altura, aunque no hace ni el amago de ponerse nerviosa. Me contempla de forma interrogante y con la sonrisa permanente en los labios.

Niego con la cabeza.

—Berta me ha dicho que venda mi virginidad, que me dan una pasta, pero me da un poco de rollo, así sin conocerlo ni nada. A ti por lo menos te conozco.

—¿Has hablado con ellas de todo esto que estás contándome?

—¡Pues claro! Parece mentira que no nos conozcas.

—Sois como una secta. No te habrán empujado a venir hasta aquí para hacerme esta proposición indecente, ¿verdad?

—Pero sin el «como». Y sí, me han dicho que te lo dijese a ti, y aquí estoy.

—No puedo creérmelo…

Y, en cierto modo, es así. ¡En cuantos más líos me meteré por estas mujeres! Solo Dios lo sabe…

Llaman a la puerta, interrumpiendo el tema de conversación tan entretenido.

—No te muevas de aquí, que no hemos terminado —le ordeno, apuntándola con el dedo.

—Sí, mi sargento. —Se cuadra.

Giro el pomo y, antes de que pueda decir ni buenos días, un puño se estampa contra mi mejilla. Doy dos pasos hacia atrás, tambaleándome, hasta que consigo enfocar la vista en el hombre que acaba de golpearme sin piedad. No tengo ni idea de quién es.

—¡¿Tú eres el maldito Rubén?! —me grita.

—¿Y tú siempre pegas puñetazos antes de saber a quién golpeas? —le devuelvo la pregunta, irónico.

El hombre se abalanza de nuevo contra mí con rabia, pero lo esquivo y, antes de que pueda propinarme otro golpe, consigo detenerlo cogiendo una de sus manos, darle la vuelta y apresarlo de cara a la pared.

—¡Te has acostado con mi mujer, desgraciado! ¡Voy a matarte!

—Anda que… —murmura Rocío, meneando la cabeza.

—¿De qué me hablas? —No lo entiendo.

—¡De Lola! ¿Con tantas te acuestas que no sabes ni quién es? ¡Has destrozado mi matrimonio!

Abro los ojos desmesuradamente cuando recuerdo a Lola, la mujer con la que estuve hace una semana, y la misma que jamás me mencionó que estaba casada.

—¡Yo no sabía que tenía marido! —intento excusarse.

De nada me sirve. Bajo mi desconcierto, el hombre consigue soltarse de mi agarre, girarse y, sin darme tiempo a hacer nada, se abalanza sobre mí otra vez, lo que consigue que ambos nos golpeemos con el escritorio. Los planos caen al suelo junto con todo lo que hay encima. Dos minutos más tarde, Rocío intenta poner paz para separarnos, pero no lo logra.

—¡Eh, tú, déjalo! —le grita.

Coge el hombro del individuo, intentando quitármelo de encima, y él responde dándole un manotazo en su pequeña mano. Vuelve al ataque y, esta vez, me propina un golpe con el pisapapeles en el hombro derecho. Le doy un rodillazo en el estómago y consigo que se tambalee unos pasos hacia atrás. Mientras intento ponerme en pie, Rocío se tira encima de él y se queda enganchada a su espalda.

—¡Suéltame, imbécil!

Antes de que pueda reaccionar, la susodicha Lola aparece como un huracán. El hombre se gira y Rocío termina espatarrada en el suelo con el vestido arremolinado. Lola agarra con fuerza a su marido.

—¡Cariño, por favor! —Lo coge del brazo. Yo no puedo hacer otra cosa que mirarlos de hito en hito—. Vámonos, hablaremos en casa.

—¡Yo no voy a ningún sitio hasta que no acabe con él! —Me señala.

—No merece la pena, él no es nadie. Vámonos, por favor —le suplica.

Sin más, salen por la puerta de mi trabajo, dejándome desconcertado. Rocío me mira y hace una mueca. Le extiendo mi mano para que se ponga de pie y ella la acepta agradecida.

—¿Estás bien?

Asiente, colocándose el vestido.

—Creo que se me ha visto hasta el sujetador —exagera, y tengo que reírme.

—Me gustan tus bragas de Minnie.

Sus labios muestran una sonrisa de medio lado que termina haciéndome soltar una carcajada, quizá por la tensión del momento, o simplemente por el hecho de buscarle algo de humor a la desconcertante situación.

—Viendo esto…, me queda más que confirmado que eres un rompebragas. A las nueve en mi casa.

Me guiña un ojo y se marcha, dejándome con la palabra en la boca.

 

3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y sin saber por qué motivo, a las nueve estoy plantado en el piso que he visitado más veces que el mío, con una buena botella de vodka caramelo y una bolsa de hielos, porque si algo compartimos Rocío y yo es la pasión por esa bebida en concreto; en realidad, por todo lo que tenga que ver con el vodka, de ahí que nos llevemos tan bien con Dmitry.

Antes de dar dos golpes en la puerta, escucho cómo alguien sale detrás de mí.

María, la vieja cotilla.

Me contempla con los brazos cruzados y sin pestañear. Le quito importancia y toco sin echarle cuenta a que esté detrás.

—¿Ahora vas a mudarte a este piso? ¿O también vais a liarla vosotros? —No le contesto—. ¡Eh! Que estoy hablándote a ti, mindundi.

Me giro despacio, hasta que consigo que nuestros ojos conecten.

—¿Perdone? —la encaro con ironía.

—¡María! —exclama Rocío con euforia cuando abre la puerta—. Anda, márchese a descansar, que mañana no la veo yo levantándose a las siete para pasear a Miko.

—No lieis ningún…

—Que nooo —la interrumpe con cansancio.

Tira de mi camisa y me arrastra al interior del piso con una sonrisa, sin apartarle la mirada a María y, cómo no, diciéndole adiós con la mano.

—¿Quién es Miko?

—Su cerdito.

—¿Tiene un cerdo en casa? —pregunto escandalizado. Asiente mientras se dirige a la cocina—. ¿Y luego nos llama raros a nosotros? Esa mujer debería mirarse la entrada a un psiquiátrico.

—¡Solo hay que entenderla! —me grita desde la cocina—. Está sola desde hace diez años, cuando su hijo el pequeño se casó, y su hija la mayor no viene ni a verla. Una película en toda regla. Por lo menos, con Miko se entretiene.

—Y con nosotros… —reniego.

—¡Si no tiene otra cosa que hacer! No la entendéis.

Me asomo y veo que hay varios platos tapados encima de la barra de la cocina. Voy a meter la mano en uno de ellos, pero me da un manotazo antes de que pueda probar lo que parecen unas deliciosas croquetas.

—¡Te la corto! —me amenaza.

—¿El qué? —Sonrío picarón.

Pone los ojos en blanco de manera desesperada, y no puedo evitar acordarme de Sara y los miles de veces que hace ese mismo gesto. Termina de batir una especie de salsa blanca que lleva en un bol mediano y lo deja al lado de uno de los platos que está perfectamente adornado con patatas y zanahorias.

—¿Qué tenemos para cenar? —Me froto las manos.

—Todo lo que ves encima de la barra. Te quejarás… Llevo toda la tarde preparando la cena.

—Para nada me quejo, pero sí tengo que decirte que no vas a comprarme. —Sonrío.

—¿A qué te refieres?

Apoya las manos en la encimera y me mira con interés. Cruzo los brazos a la altura de mi pecho, observándola e intentando ponerme serio, cosa que no consigo, ya que con ella es imposible no sonreír al ver sus muecas. Suspiro un par de veces, preparándome para contarle la decisión que he tomado viniendo hacia aquí.

—Estoy esperando. —Tamborilea los cinco dedos de la mano derecha en la encimera.

—No voy a acostarme contigo. Así que no hagas más gestos, que no. Llevo pensándolo desde que te fuiste de allí, y no, rotundamente no.

No contesta. Coge los platos que hay depositados en la encimera con una habilidad asombrosa, los reparte todos sobre la mesa del salón y echa hacia atrás la silla en la que se supone que tengo que sentarme.

—Pon tu perfecto y espléndido culo aquí, zoquete.

Sonrío y me dirijo con galantería hacia donde está. Antes de sentarme, me paro unos segundos a escasos metros de ella y la miro desde mi altura. Ni corta ni perezosa, clava sus enormes ojos verdes en mí con intensidad. En este momento, por alguna razón, parece que el mundo deja de girar a nuestro alrededor. Finalmente, soy yo quien aparta la mirada mientras tomo asiento.

—¿No crees que te has pasado haciendo comida? ¿O viene alguien más a cenar?

—Hombre, si tú quieres, podemos invitar a Lola. Lo mismo le apetece venir con su marido —canturrea.

—Oh, no me lo recuerdes.

—¿De verdad no sabías que estaba casada?

—Te juro que no. Además, soy una persona a la que no le gusta meterse en los matrimonios. Eso solo trae problemas, y a la vista está.

Asiente, y de nuevo hace sus particulares gestos graciosos. Se sienta, y entre bocado y bocado, devoramos la mitad de lo que hay en la mesa.

—Bueno, creo que es el momento de que me hables del famoso cirujano.

—Ajá —murmura, masticando—. Se llama Mateo. Es un poquito más alto que yo, moreno, con los ojos castaños, un cuerpo normalito…

—¿Qué quiere decir «un cuerpo normalito»? —Arqueo una ceja, interrumpiéndola.

—Pues que no está así, como tú —hace un gesto como si fuera un oso—, tan… musculoso. Es más del montón, pero es mono.

—Mmm, si todavía no tenéis nada y ya estás diciendo que es mono, mal vas.

—Ya lo has dicho tú. —Me fulmina con la mirada—. Por lo menos no me pone pegas para acostarse conmigo.

Suspiro a la misma vez que me río.

—Te recuerdo que estás pidiéndome consejo y sé más que tú. Y sí, no pienso acostarme contigo. Ahora cuéntame la parte en la que sales corriendo. Eso no puedo perdérmelo por nada del mundo.

—Qué gracioso —comenta con retintín—. Pues verás, la tercera vez que quedamos fue en su casa, y cuando fue a darme un beso…

—Saliste con el rabo entre las piernas.

Asiente repetidas veces, mirándome como si estuviera diciéndome lo más normal del mundo.

—¿Qué le dijiste?

—Que al día siguiente tenía que madrugar.

—Vaya excusa más mala. —Me río a carcajada limpia—. No quiero ni imaginarme la cara que se le quedaría al pobre. Menos mal que no tienes experiencia en estas cosas, si no, diría que te has inventado una excusa de las habituales cuando quieres que alguien te deje en paz.

—Ah, ¿sí? —Esta vez, el que asiente varias veces soy yo. Toma un sorbo de su copa de vino y después continúa—: Al día siguiente, me llamó. No entendía mi actitud.

—Obvio.

—Más que obvio. Le dije que no me pasaba nada y que el sábado quedaríamos.

—¿Y fuiste?, ¿o esta vez le dijiste que te dolía la cabeza?

Suelto otra carcajada y me tira la servilleta a la cabeza. Me aparto para que no me dé, y lo consigo.

—Mira que tienes mala puntería. Habría que verte jugando a los dardos.

—Seguro que te lo clavaría en el culo, idiota.

—¡Qué obsesión tienes con mi culo!

Se levanta y, al pasar por mi lado, me propina un golpe en el mismo hombro en el que el marido de Lola me ha golpeado con el pisapapeles, lo que hace que me queje y ella se gire.

—¿Tan blando eres? Ni la mantequilla, nene…

—Soy bastante duro, nena —la imito—, pero me has dado en el hombro que esta mañana ha pasado por una peligrosa batalla.

—¿Tienes algo?

Niego.

—A ver, déjame verlo.

—Que no hace falta.

—Que me dejes. —Se pone delante de mí.

—Que no. —Arrugo el entrecejo.

Coge un cuchillo de la mesa y me señala con el dedo.

—O me dejas, o te rompo la camisa fea que llevas.

—¿Qué problema tienes con mi camisa? —La miro.

—Que tiene un color cagalera. No sé cómo has podido salir a la calle con eso. Déjame verte el golpe.

Resoplo como un toro, pero al final termino sacándome la camisa por la cabeza y dejándola arremolinada en mis manos sin llegar a quitármela del todo.

—Desde luego que no sabes qué hacer para verme desnudo…

—¡Calla, tonto! —me regaña—. Menudo morado. Espera, que te pondré una pomada para que no se te inflame más.

Con ligereza, llega hasta el cuarto de baño y escucho cómo busca y rebusca por los muebles, hasta que finalmente termina resoplando.

—No te preocupes. Mañana me compraré una.

Al no recibir respuesta por su parte, me levanto, me dirijo al baño y la encuentro tirada en el suelo mirando en los últimos cajones del mueble blanco.

—¡La tengo! Siéntate aquí mismo.

Hago lo que me dice. Contemplo cómo abre la crema, cómo se pone un poquito de ella en el dedo índice y cómo me la extiende por el hombro. La observo detenidamente. Su largo cabello negro está recogido en una cola alta, su pequeño y llamativo cuerpo se dibuja bajo un pantalón vaquero que le queda como un guante, y la blusa de color amarillo con estampados en blanco hace que resalte un poco más su morena tez, algo que antes era imposible discernir debajo de esos polvos blanquecinos que se aplicaba.

—¿Ahora toda la ropa que tienes es con estampados?

—Casi —contesta concentrada—. Esto ya está. Ponte la camisa, a ver si vas a resfriarte.

—¿Sabes que en invierno la gente lleva ropa oscura?

—¿Y qué tiene de malo que me ponga colores vivos? A mí me gustan.

Hago un gesto con los labios y sonrío, se da la vuelta y puedo notar que ella también lo hace. Antes de que pueda marcharse, cojo su mano y la giro para que quede frente a mí. Me pongo de pie, clavando mi oscura mirada en ella. Entreabre sus labios, lo que hace que mi entrepierna empiece a endurecerse sin motivo y sin comprenderlo ni yo mismo.

—¿Por qué no le dices que no has estado con nadie y listo? —le sugiero con un hilo de voz sin saber por qué.

Hace un gesto de indiferencia con los hombros.

—¿Por qué no quieres acostarte conmigo? ¿Tan mal te caigo? ¿O es que tan poco te atraigo como mujer? —Frunce el ceño.

Niego, y tengo que sonreír. La cojo de la cintura y la pego a mi cuerpo, haciendo que note el bulto que tengo entre las piernas. Me mira con más intensidad, pero en ningún momento se separa.

—Si no me atrajeras como mujer, no estaría así. Si me cayeras mal, no estaría aquí. Y ese es el mayor motivo.

—No sé si te entiendo.

—No quiero que perdamos lo que ya tenemos por un polvo —le aclaro.

—En ningún momento te he pedido que sea algo más que eso. —Fija más sus ojos en los míos.

Durante un segundo, se hace el silencio entre nosotros. Acerco mi boca a la suya, esperando que huya de alguna manera, solo que, en vez de hacerlo, permanece expectante hasta saber cuál será mi siguiente paso. Aprieto más su cuerpo contra el mío mientras con la mano libre agarro su nuca para acabar con la distancia que separa su boca de la mía.

Nos fundimos en un beso pausado y sensible, que poco a poco comienza a convertirse en algo peligroso y demasiado salvaje como para continuar. Con lentitud, aparto mi boca de la suya, fijo mis ojos en los suyos y veo un brillo extraño… El mismo que te ciega de deseo cuando cruzas la línea infranqueable entre un amigo y un amante.

—¿Vamos a por esos chupitos de vodka caramelo?

 

 

 

4

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, enredado entre las sábanas de mi cama y con un dolor de cabeza terrible, me despierto cuando el dichoso despertador me indica que es hora de ir a trabajar. Lo apago de un manotazo y suspiro varias veces mientras me estiro todo lo que puedo y más. Antes de levantarme de la cama, veo que tengo un wasap de Patri.

 

Patri:

Comemos en mi casa, a la una allí. Como tardes un minuto más en llegar, te quedas sin plato.

 

Me río por su humor particular, que no cualquiera entiende. Ahora sé por qué el ruso y ella se complementan a la perfección.

En ese momento, me fijo en la fecha del móvil y me doy cuenta de que hoy es sábado y no viernes. Y, cómo no, se me ha olvidado apagar la alarma. Me levanto, me cambio de ropa y salgo un rato a correr para despejar la mente.

Una hora después, estoy preparándome para salir de casa. Antes de que lo haga, suena el timbre de la entrada. Al abrir la puerta, me encuentro con mi hermano Pablo, que si no llega a ser porque nos llevamos tres años de diferencia y él es un pelín más bajo que yo, podría decirse perfectamente que es mi hermano gemelo.

—¡¿Ahora te levantas?! —me grita.

—¡Arg! ¿Por qué chillas? —Me toco la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Estuviste anoche de fiesta? No vas a cambiar, hermano…

—En cierto modo, sí y no.

—No sé si te entiendo. Es igual, ¿qué vas a hacer hoy?

Se tira en el sofá como Pedro por su casa y me mira. Cierro la puerta y me dirijo a mi habitación para terminar de vestirme.

—He quedado con unos amigos para comer, ya tengo planes. ¿Has hablado con mamá?

—Sí, me dijo que en unas semanas tendremos comida familiar. Ya sabes que vendrán los estirados de tus primos haciéndose los interesantes con sus vidas perfectas y sus mujeres perfectas. Supongo que nos avisará con tiempo.

—¿Y? Tú estás soltero y punto. Ni que tuviera que importarte.

Salgo de la habitación y voy en dirección al baño para «bañarme» prácticamente en perfume.

—Ya sabes lo pesada que es tu madre con ese tema. Aunque si te paras a pensar, después le llevas a alguien y nunca está a la altura —reniega.

—Entonces hazte el sueco y listo. No le des más vueltas.

Abro la puerta y espero a que salga mientras sigue despotricando por la comida de la que ni siquiera tenemos fecha. Es algo que a Pablo siempre le ha gustado: ir delante de la banda sonora.

—¿Tienes algún plan esta noche? Podríamos quedar para tomarnos unas copas y… lo que surja. —Pone cara de interesante.

—Está bien, luego te llamaré cuando acabe.