No cruces mi umbral hasta que no tengas conciencia de que tú mismo deberás iluminar la oscuridad en la cual penetras; no des un solo paso adelante mientras no tengas la certidumbre de que tienes bastante aceite en tu propia lámpara.

                                    Rudolf Steiner

 

 

 

 

 

 

Í N D I C E

 

                                           Página

CAPÍTULO I

Juegos recreativos …………………………………….        4

 

CAPÍTULO II

Té con galletas ………………………………………...        15

 

CAPÍTULO III

Zumo de grosellas negras …………………………….       29

 

CAPÍTULO IV

Una daga de acero toledano ……………………….… 52

 

CAPÍTULO V

De carnaval en carnaval …………………………….. 62

 

CAPÍTULO VI

Hongos pasados por agua ..………………………..… 80

 

CAPÍTULO VII

Tostadas quemadas …..………………………………. 93

 

CAPÍTULO VIII

El sendero negro ……………………………………… 109

 

CAPÍTULO IX

Un festín satánico …………………………………....... 122

 

CAPÍTULO X

Un foso en la maleza ………………………………….. 144

CAPÍTULO I

Juegos recreativos

 

Pies en alto sobre cojines blandos. Así me deleitaba aquel rato de siesta arrancado a trompicones del despacho donde esperaban apiladas carpetas de exámenes sin corregir y recortes de prensa sobre enfermedades bacterianas para el archivo, que me empeñaba –con espíritu maníaco irreductible– en mantener al día.

Había echado la persiana para que la luz, cegadora a esa hora de la tarde, no me impidiera conciliar el sueño. La que entraba por la ventana del cuarto contiguo, con la persiana a medio subir, me despertaba ahora recordándome que debía levantarme y corregir aquellos dichosos exámenes. Finales de junio, había que entregar las notas.

Adormilada todavía, giré la cabeza hacia el armario y, en el ángulo que aquel trasto nada inútil hacía con la pared, surgió una figura con traje negro, cubierto el cráneo y el rostro con un capirote.

Y, de repente, la sombra abandonó aquel rincón en penumbra y se precipitó sobre mí despojándome de la sábana que me cubría, enganchándome las muñecas, mordiendo mis tetas desparramadas sin sujetador.

El estupor ahogó un grito en la garganta, me paralizó impidiéndome reaccionar contra aquel ser, negruzco y correoso, que lamía y mordía mis pezones, apretando contra mí un pene enhiesto que pugnaba por atravesarme, como la daga que esgrimía próxima a mi corazón.

Afloja, afloja, déjale entrar, me decía a mí misma para relajar la tensión de los muslos y ellos, contorsionados por el susto, se separaron suavemente dejando al descubierto los pliegues sinuosos de una vulva pringosa y reluciente por la saliva y el gel lubricante que me había untado antes de masturbarme al echarme la siesta.

Inerme, aterrorizada, me abrí ante aquella verga poderosa, mientras reconocía la sensación de aquellas manos que me atenazaban. Manos carnosas, ásperas, dedos cortos y gruesos, uñas triangulares, astilladas, renegridas, que hacía décadas ni veía ni sentía.

¡Tus manos, Moses, eran tus manos!

 

Respiré hondo, musité un mantra, OM, Aim, Sarasvatiai, Namah. El ser se deshizo en un santiamén y comprendí que había tenido uno de esos sueños que me asaltaban a veces en el umbral insoslayable de los miedos. Eran sueños recurrentes, pero aquel en especial me había impresionado mucho.

Ahora, sola entre almohadones y penumbras, estaba despierta de verdad. Cuando conseguí espabilarme no me extrañó que, con tu afición a las truculencias goyescas, para materializarte ante mí hubieras elegido la imagen del cuadro de Goya del bandido asesinando a una mujer, desnuda y con la boca abierta.

Se me ocurrió también que aquel sueño había sido una comunicación telepática entre nuestras conciencias, a algunas personas les ocurre cuando alguien próximo fallece. Pero el reloj no se había parado de repente dándome la noticia, ni tampoco se había caído ningún objeto al suelo. Eso no me tranquilizó.

Qué sería de ti. ¿Vivirías aún?

La idea de tu muerte me asaltó lacerante, hiriente. Debías andar ya por los ochenta y tantos, a la mayoría le llega la hora mucho antes.

Al imaginarte muerto, sentí una pena honda, de esas que te empañan el alma y los sentidos, dejándote embobado, hecho trizas como un pelele en la lluvia, la lluvia que nos había mojado muchas veces cuando paseábamos por las calles de Hampstead.

Alelada y descalza, me encaminé al salón. Si no te habías desvanecido en el éter, daría un nuevo salto en el vacío para recobrarte, acaso redimirte o redimirme yo con revelaciones que nunca te hice. Más de treinta años sin vernos, vértigo me daba. Podía ponerte título de película, eras una sombra del pasado.

Busqué en el escritorio la agenda de los tiempos de Londres y confirmé que algunas de mis sombras tenían teléfono. El tuyo no se había borrado pero, cuando llamé a información internacional para confirmar y les di tu dirección me dijeron que solo había un número de fax a nombre de At Dusk.

Así se llamaba tu salón de juegos recreativos, acaso un nuevo propietario hubiera mantenido el sugestivo nombre de aquel local en cuyo sótano supuestamente celebrabas rituales sicalípticos. Eso decían los que creían conocerte bien en el barrio. Eran satánicos, sostenían avivando mi curiosidad. Contaban que andabas haciendo tratos con los espíritus de las sombras, los que surgían al anochecer, at dusk. Si los tiros iban por ahí el nombre del local era muy evocador, aunque estuviera lleno de máquinas tragaperras y el sótano estuviera atestado de máquinas estropeadas. Lo mismo tenías alguna que sirviera para invocar a los espíritus echándoles moneditas especiales, peniques plateados de tiempos del rey Offa de Mercia, allá por el año 790, o sceattas, monedas de plata usadas en tiempos anglosajones.

Envié un fax pidiendo información sobre ti, pero pasaron los días sin recibir respuesta. No insistí. Tampoco se me ocurrió escribirte a tu último domicilio. Di por hecho que te habías muerto, pero te metiste entre ceja y ceja, me dio la monomanía contigo, como si hubiera tenido todo el rato a bee in my bonnet, que no es precisamente tener una abeja en el bonete, sino obsesionarse con algo. Debía estar chiflada.

¿Chiflada porque unos meses después de aquel fax sin respuesta pregunté por ti a una vidente a quien visité para que me confundiera un poco más sobre mi vida? Fue el pasado lo que salió a relucir, un episodio siniestro en el que habías tenido mucho que ver y que nos había distanciado para siempre. Sufrí desde entonces una rara amnesia, arrojé un alud de pedruscos mentales sobre aquello, no quise saber nunca más de ti, ni de los tiempos de Londres, ni siquiera regresar a tu barrio, puse tierra por medio, pero aquel sueño reciente tan angustioso te había desenterrado poniendo mi alma frente a un espejo como el de Dorian Gray, lleno de gérmenes y podredumbre, de sucesos nefastos que era mejor no revisar, estaban bien bajo la alfombra, cuanto menos se airearan, mejor.

Aquellos dolorosos trapos sucios salieron a relucir sobre el tapete verde de la mesa camilla de aquella pitonisa tan avispada, pero cuando le pedí que se concentrara en visualizarte en el presente anunció retorciendo sus dedos finos de largas uñas pintadas, que estabas en una especie de granja. ¿Una granja?

Ese veredicto oracular absurdo no me satisfizo, tantas veces te había oído que si llegaba un día en que las cosas se pusieran feas te suicidarías con algún veneno indoloro, convencido de que el veneno es la panacea para el dolor de la vida. Ofrece una despedida limpia y digna, humana, asegurabas, y aprovechabas para contarme por enésima vez el glorioso suicidio de Demóstenes que recurrió a un veneno tan potente como veloz pero cuya composición nunca se descubrió.

Con veneno o sin él, vete a saber por dónde andarías si te habías largado de este mundo. En ese hipotético más allá del que tanto te daba por hablar algunas veces nunca habías creído. El postulado de la vida eterna no iba contigo, cuando no te daba por el sexo enarbolabas orgulloso una banderola de científico aficionado diciendo que con la muerte se acababa todo, que lo único que perduraba era la energía cósmica, y asegurabas que no existía ningún espacio al que migrara el alma. Tampoco creías en el alma, solo en tu falo, sobre todo cuando se te ponía duro, ese sí que era un ser animado y no una entidad inmaterial e impalpable, remachabas.

Hubieras migrado o no, yo seguí en mis trece, dándote vueltas en la cabeza, recreándome en un recuerdo desvaído por el correr de los años. Se me saltaron las lágrimas al rememorarte. En el fondo seguías anclado en mi memoria, siempre de negro y, a veces, con calcetines rojos.

–Para darme alegría –te oí decir a Allan una tarde en el café. A mí no me dirigías la palabra por entonces.

La cosa venía de atrás, desde que me tropecé contigo una tarde en que salías a la terracita del Coffee Cup, taza y plato en mano, y yo, en mi premura por entrar y ver si Allan estaba allí, me di de bruces contigo haciéndote derramar el café. Menos mal que no cayó ninguna gota sobre tus negros ropajes.

–Sorry, very sorry! Excuse me, sir

No pude verte los ojos tras las gafas negras, pero tuve la impresión de que me miraba un ogro descomunal, aterrador y demoníaco, que iba a devorarme. Eso sí, impertérrito.

Después de aquel atropello, te empeñaste en pasar de mí y no precisamente por la brusquedad del incidente. Aburrido estarías de verme por el barrio y sabías de sobra que era au-pair –mera carne de paso– y encima espanis, como decís los ingleses en plan burlón, y que andaba liada con unos cuantos de tus conocidos. Erling, entre ellos.

Una noche camino del café, agarrada del brazo de una amiga francesa, Yvonne, os vimos a los dos hablando en medio de Hampstead High Street.

–Erling… informé a Yvonne.

Ella, con su sed de absoluto, solo tuvo ojos para ti.

–¡El hombre de las cavernas! –dejó escapar mirándote y soltando una risita incómoda, como si adivinara que eras tú quien más me atraía de los dos. Ese aire tuyo de troglodita barbudo, con la nariz judía, los pelos rizados y revueltos y los ropajes negros y desaseados que llevabas siempre, los mejores para disimular las manchas. Erling, tan gigante como tú, a tu lado parecía un lord con su jersey de mohair y su chaquetón de cuero tan lustroso, qué diferencia del tuyo con su honrosa pátina de mugre. Lo habías comprado en Oxfam, contabas satisfecho.

Nos miraste impávido mientras Erling nos decía adiós desde la otra acera.

–Te triplica la edad –añadió Yvonne, con expresión de máscara fúnebre y me arrastró calle arriba sin hacer más comentarios inútiles.

Nos habíamos conocido poco antes en la clase de escultura donde yo posaba y ella me moldeaba con manos temblorosas, manchadas de barro y lentigos solares. Ahora, a sus sesenta y tantos, con la gloria de haber atravesado en 1943 los Pirineos a pie para unirse a las filas de enfermeras del Grupo Rochambeau en Argelia y el honor de haber corrido bajo las balas en primera línea para recoger a los heridos –hasta tenía una Cruz de Guerra–, prefería no saber de mis andanzas por Hampstead, tan disipadas eran, debías saberlo muy bien a poco que prestaras oído a las comidillas. En todo caso, Erling habría aprovechado la ocasión para contarte las cosas que me hacía. Yo nunca se las conté a nadie, y mucho menos a Yvonne, una heroína como ella, tan insumisa y rebelde como moralista, esas cosas no se cuentan.

Me folló en un banco del parque la noche que nos conocimos, al salir de Tricky Dicks, una noche que llovía a cántaros y, para no coincidir con Allan en Hampstead, decidí quedarme en la frontera de Finchley Road. Una ruta al norte de Londres construida en la década de 1830 para que los carruajes no tuvieran que atravesar la empinada y, con frecuencia, fangosa colina de Hampstead Village.

En esa “nueva gran ruta del norte”, en aquel cafecito donde podías tomar un bocado y jugar a damas o ajedrez hasta altas horas, encontré al sueco Erling. Allí estaba, desnortado, con un jersey amarillo de mohair, pelirrojo y dorado como un ángel caído, más solo que la una, tomándose un té junto a un damero sin piezas que mover y fumándose un Dunhill encendido con mechero de oro, que hizo tamborilear en la mesa con sus largos dedos, sombreados de vello taheño, dándome la bienvenida al verme entrar, como si me esperara. Había que tener ganas de salir, con el frío que hacía y la que estaba cayendo.

–¿Puedo sentarme aquí? –le pregunté retirando una silla vacía junto a su mesa.

–Claro que sí, babe.

Desde entonces siempre me llamó así, babe. Acababa de cumplir los diecisiete y aquella noche me tarareó la canción de Abba.

You are the Dancing Queen, young and sweet, only seventeen...

Un rato después me llevó al Heath en su flamante Volvo 160, gris, con apoyacabezas en los asientos delanteros y arco antivuelco. Yo sí que volqué cuando me folló por detrás en aquel banco pingando de agua helada.

–Te voy a poner el culo como un babuino –dijo cuando le ofrecí mis glúteos inclinándome hacia delante.

Me bajó el pantalón y las bragas y, en su premura, me penetró la vagina, que lo tuvo más fácil. Si no, me hubiera desgarrado el ano, todavía virginal.

Sus brutales embestidas me hicieron olvidar al bufón de Allan que a saber si esa noche de témpanos y lloviendo a cántaros habría ido a tomarse la consabida cerveza en The Flask.

Cuánto aprendí con aquella cópula iniciática que propicié sin desearla para vengarme de Allan. Comprobé que en caso de asalto sexual es posible tener un orgasmo, acaso el mío aflorara aquella noche por temor y ansiedad, no por vergüenza, tanto susto tenía con aquella frase suya del mono babuino, baboon, lo recalcó bien.

Hubo muchas más sesiones iniciáticas con Erling junto a un torreón gótico, entonces medio derruido, del cementerio de Highgate, tan romántico. Los victorianos se habían ocupado de elegir aquella imponente arquitectura con grandiosos mausoleos para honrar a sus muertos mientras nosotros, que estábamos bien vivos, jugábamos a perpetuarnos.

Erling me acariciaba los muslos con sus poderosas manos de uñas cuadradas e impecable manicura y, rozándome con el suave mohair de su jersey, me columpiaba en sus brazos como una muñequita.

–Hey, babe! –exclamaba acunándome.

Luego me asustaba con la historia del vampiro que supuestamente merodeaba por allí. Confesaba que era él quien profanaba las tumbas y desangraba gatos. Incluso pretendió asustarme asegurándome que él era el asesino de Lesley Whittle, de diecisiete años, la misma edad que tenía yo… El cadáver de Lesley había sido descubierto en marzo de aquel año, su secuestrador seguía suelto. El tema dio mucho que hablar y dominó los titulares durante casi un año, hasta que la policía dio por fin con el asesino, un tal Donald Nielson, al que llamaban Black Panther porque cometía sus fechorías con un pasamontañas negro, como los miembros del IRA y también los de ETA, de los que también se habló mucho aquellos años.

No resultó ser Erling el asesino aquel. Él solo jugaba a asustarme y lo conseguía. Llevaba un pasamontañas de verdugo en la guantera y se lo ponía expresamente para mí.

I’m a bastard –decía antes de follarme bestialmente contra la tapia del cementerio, con la tumba de Karl Marx en algún rincón de la maleza. No era el único personaje célebre enterrado allí pero Erling, con su afición a acumular capital y tratar a las personas como si fueran mercancías, le admiraba mucho. Simulando forzarme, antes de correrse recordaba a veces al insigne ruso fallecido en Londres diciéndome que el sexo era el auténtico opio del pueblo.

Otra noche de lluvia heladora, Erling me llevó a una explanada del Heath. Había un coche esperando.

–Voy a presentarte a mi hermano –dijo misterioso mientras me empujaba en el coche de Lars, otro Volvo como el suyo.

–Vas a chupársela, ¿verdad, babe? Trágatelo todo.

Se la chupé y me tragué todo el semen, bien pegajoso era, hasta la última gota. Luego le tocó el turno a él mientras Lars nos miraba desde el asiento delantero, relamiéndose y acariciándose la polla fláccida.

Bastards.

Se acabó la función. No dije ni mus, pero aquella noche me tomé la última cerveza con tu amigo, así eran las cosas con él, tú le conocías bien, hablabais mucho de coches y de crímenes también. Gracias a él me convertí en la Dancing Queen, que para eso acababa de cumplir diecisiete años. No pudo bautizarme con mejor nombre. Ya lo decía la canción de Abba.

You’re a teaser, you turn ‘em on

Leave ‘em burning and then you’re gone

Looking out for another, anyone will do.

 

Justo eso, burlarme de los tíos tras ponerlos cachondos y tirármelos, así, sin más.

¿No se hacían descripciones antropológicas de la forma y dimensiones de la nariz según los diferentes tipos humanos? Pues yo haría lo mismo con los penes.

No me fue difícil llevarlo a cabo. Para que no se notara la intrusión adopté un sistema de medición con los dedos y las falanges de mi mano, tanto en erección como en estado fláccido, que inevitablemente acaecía siempre. Antes de conocer a Erling había tenido ocasión de probar y apreciar diversos tipos, tamaños y colores. Sabía que los hombres sois los primates con el pene más largo, desde luego mucho más que los gorilas cuyo pene erecto no sobrepasa los cuatro centímetros de largo, pero no había comprobado las posibles variantes entre grupos étnicos.

Hasta donde sabía los árabes se llevaban la palma. ¿Tenía que ver el tamaño con el clima ancestral? Había oído decir que, cuanto más frío es el clima del origen genético de un hombre, más pequeño es su pene –en estado fláccido, se entiende– y quería comprobar si era verdad, si efectivamente era algo relacionado con la protección ante posibles congelaciones. ¿Qué pasaba entonces con los hombres de climas cálidos? Presumirían de polla con razón.

Un marroquí al que conocí en un pub me lo confirmó. Quién hubiera imaginado un pene tan enorme, pensé al bajarle el pantalón, pero con el tiempo comprobé que son muchos los árabes con polla larga y gorda, vaya si la tienen, doy fe.

Por entonces no conocía ningún estudio científico sobre las dimensiones y formas de penes y la única manera de apreciar las diferencias entre ellos era manejándolos en directo.

En estado fláccido, la mayoría de los que había ido palpando no superaba la longitud de los gorilas cuando estaban empalmados, ni los siete centímetros cuando se empalmaban. Eran fáciles de medir, esa longitud equivalía a la de mi dedo corazón.

También comprobé que la talla de los zapatos, que según los rumores era correlativa a la longitud del pene, era un mito más y no servía de referencia. Intuitivamente descubrí que la corpulencia física no tenía tanto que ver con el tamaño del pene como el origen genético del clima ancestral. En Erling y Lars tuve dos ejemplos claros: pelirrojos y corpulentos, como muchos nórdicos que no podían presumir de polla.

Londres era ideal para aquellas comprobaciones y me lo tomé muy a pecho, como si me fuera algo en ello. Monté en Hampstead mi centro de operaciones y, al menos durante un tiempo, di prioridad a egipcios, chinos, italianos, africanos, árabes. Los judíos formabais un grupo aparte, eráis muchos en el barrio, había donde elegir.

CAPÍTULO II

Té con galletas

 

Supieras o no de mis andanzas, yo no parecía estar en tu lista. Tal vez me encontrabas muy joven, una nínfula a la que no valía la pena adiestrar, una ingenua que sabía bien poco de muchas cosas en las que tenías fama de Maestro, capaz de poner orden en el caos.

No ibas a enrollarte con una menor, claro, aunque formaba parte del clan de Allan y muchas veces compartíamos mesa en el café o en el balconcillo exterior, con su larga mesa para grupo. Ni por esas me hablabas. Yo a ti tampoco. Cuando un día te vi solo e intenté hacerlo sentándome adrede a tu lado, dejaste de leer el periódico, lo doblaste con parsimonia y te marchaste impaciente y malhumorado, como si yo tuviera “una abeja en el bonete” y la hubiera tomado contigo.

No volví a intentarlo nunca más, ni cuando nos cruzábamos por la calle, ni cuando coincidíamos en el Coffee Cup, el lugar de encuentro para los que merodeábamos por el barrio. Allí íbamos unos días sí y otros no, pero casi siempre estábamos. En verano, nos sentábamos en la terraza exterior con su larga mesa compartida y, en invierno, muchas veces también porque había calefacción fuera. Era nuestro “café de la paz”, como diría una vez la novelista Kathleen Farrell, que se trasladó al barrio al inicio de la Segunda Guerra. Decía también que si te sentabas allí suficiente rato veías desfilar a todo Hampstead y si algunos no pasaban era porque estaban sentados en otro lado, sentados en taburetes de madera o en los bordes de las mesas, cotilleando.

Tú llevabas muchos años –igual que Allan– yendo por allí. Yo acababa de llegar.

Me llevó tiempo descubrir vuestro escondrijo, cuatro meses por lo menos buscando sin cejar un espacio que me acogiera en aquella ciudad incierta, con las únicas marcas de referencia de las guías turísticas.

Había visitado los museos de rigor y visto sola películas escabrosas en el West End. Lo mejor, sin embargo, eran las mañanas de sábado en Portobello Market y las de domingo en Hyde Park, memorable parque.

De haber andado por allí en tiempos victorianos podría haber asistido a algún duelo de los que se celebraban por entonces. Tuve que conformarme con escuchar a los oradores improvisados de Speaker's Corner. Allí pegué hebra con un hindú de largo falo, quién lo hubiera imaginado, con lo menudito que era. Me folló de pie contra la pared de su alcoba, mis piernas ancladas en su cintura, una pareja del templo de Karajurajo parecíamos. Probablemente sus ancestros procedían de alguna zona cálida de la India porque, al parecer, la longitud media del pene fláccido de los hindúes no es para tirar cohetes. Nosotros sí que tiramos muchos cohetes al transformarnos en estatua obscena y, yo, con mi lengua de trapo, me solté a hablar con él haciendo el pino y recorriendo pubs. El Ye Olde Swiss Cottage, al estilo de un chalet suizo, siempre lleno hasta los topes, era su favorito y, a las tres semanas de conocernos, me dejó allí plantada para irse tras una hembra de grandes tetas rodeada de tíos por delante y por detrás. Iluso, se creerá que va a picar con él, pensé cuando le vi haciendo el gilipollas a corro con los demás. Fue entonces cuando se me ocurrió, al verlos allí juntos, olfateando a la presa, empezar a elaborar un censo con las dimensiones de penes según los grupos étnicos. Sería un buen inicio para los estudios de antropología que deseaba cursar cuando regresara a España, lo mismo hasta terminaba haciendo una tesis doctoral al respecto, pero de momento andaba sola y despistada. En inglés pronunciaba solo cinco vocales y omitía las consonantes al final de las palabras, así de mal sonaba. Y en suerte me había tocado vivir en Brent, un distrito judío rodeado de jardines y sin pubs. Lamenté esa manía londinense, tan civilizada, de resistir a la especulación y no sacrificar los espacios verdes. Así no había forma de hacer amigos en el barrio.

Los domingos por la tarde los pasaba con una viejecita que, por cincuenta peniques, me enseñaba inglés alrededor de una mesa camilla.

Mrs Craik no solo me invitaba a té con galletas, sino que además me contaba historias de fantasmas. Uno de esos domingos le dio por los piratas y terminó hablándome de Dick Turpin, un personaje de carne y hueso que, a principios del siglo XVIII, robó y cometió asesinatos durante más de veinte años, antes de que lo colgaran en la horca a los treinta y cuatro años de edad.

–Tuvo su guarida en una taberna posada de renombre: The Spaniards. Todavía hay gente que afirma verle con capa negra y sombrero merodeando por Hampstead Heath –me contó Mrs Craik.

Una taberna de españoles, ¿dónde?

En un heath, sí, un monte, un brezal, un parque…

Estaba en la frontera con Hampstead, junto al barrio residencial de Highgate, antiguo feudo rodeado del Heath, resto glorioso del inmenso bosque de Middlesex, que en 1872 había sido adquirido por suscripción pública para evitar su desaparición a manos de los constructores, otro de vuestros civilizados aciertos.

Saliendo del Heath, ahora el cinturón verde más grande de la metrópolis, había una larga avenida –Spaniards Road– que llevaba a una mansión señorial donde cuatro siglos atrás había estado ubicada la embajada de España, muy cerca de la Corte del rey James I de Inglaterra y VI de Escocia.

Dos siglos después, el mayordomo del último embajador, un tal Francisco Porrero, se quedó en ella como si fuera suya y le puso un letrero: Spaniards Inn. Convertida así en posada y taberna, sirvió de refugio a aquel asaltador de caminos que yo creía era una ficción, pero que al parecer no lo era, sino un auténtico torturador, asesino y ladrón de ganado.

–Tienes que ir a Hampstead –dijo Mrs Craik con aire tan imperativo como misterioso apuntándome con su afilado y nudoso dedo índice. Debía intuir que allí se escondían las sombras de mi ideario.

–Iré… –le aseguré.

Eso hice otro domingo por la tarde en que ella estaba pachucha y no pudo darme la acostumbrada clase, ni prepararme su rico té con galletas.

Desde Brent me encaminé hacia Golders Green y luego seguí por la cuesta de North End Way que llevaba a Hampstead. Dejé atrás el Old Bull and Bush, un pub donde siglos atrás había existido una granja y que luego, tras obtener licencia para música en 1867, daría nombre a una canción popularizada por los londinenses del East End, los cockneys, que iban allí de excursión los fines de semana. Pero yo tenía prisa por llegar a mi destino, no me detuve, seguí la empinada cuesta del Heath y, cuando llegué arriba, me encontré con otro pub histórico, medio destruido durante los ataques alemanes de 1940 y reconstruido por completo en 1962, Jack Straw’s Castle. Estaba nuevecito y parecía un castillo de verdad, qué impresionante, pero a mí me interesó más un estanque cercano que vi con una columna blanca en medio, Whitestone. Una tarde ideal de tibio sol y suave brisa. Había niños jugando con barquitos y, al otro lado de la carretera, surcando los cielos, cometas multicolores.

Me asomé a mirar y, de repente, la ciudad se abrió ante mí majestuosa.

A milestone, un hito, me dije haciendo traducción simultánea de aquella palabra recién aprendida. Hampstead me esperaba, tenía una cita en Hampstead, lo supe en aquel instante. Estaba a 440 pies sobre el nivel del mar, en el punto más alto de Londres, en el axis mundi, ese punto de conexión entre el cielo y la tierra donde convergen todos los caminos.