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Akal / Hipecu / 64

Carlos Castrodeza

Los límites de la historia natural

Hacia una nueva biología del conocimiento

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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© Ediciones Akal, S. A., 2003

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ISBN: 978-84-460-4061-3

 

 

«Erst kommt das Fressen,

dann kommt die Moral».

Bertolt Brecht, Die Dreigroschenoper.

 

Prólogo

Es una verdad de Perogrullo afirmar que todo lo que existe es el resultado de un devenir histórico. Sin embargo, no siempre se pensó así. Si volvemos a las raíces de lo que se ha venido a llamar el pensamiento occidental en la versión de uno de sus máximos «promotores», Aristóteles, el mundo sería eterno, todo habría sido como es ahora y seguirá siendo así. De manera que la historia del hombre, por ejemplo, sería una expresión direccional irrelevante encajada en lo que sería la «historia» del mundo o de la realidad. Este mismo Aristóteles sería el creador oficial de la metafísica, es decir, de lo que va más allá de la física, de lo que trasciende aquello que es constatable por los órganos de los sentidos. Claro está que desde entonces ha llovido mucho, pero las bases de la manera de pensar del supuesto hombre occidental están ahí, en la obra del pensador griego señalada, obra, claro está, a su vez tributaria de pensadores anteriores y coetáneos del Estagirita.

Para Aristóteles, que la metafísica fuera algo, como se ha dicho, que estaba más allá de la constatación sensorial no significaba que fuera una invención de la mente. Existiría en el hombre una especie de sexto sentido por el que se intuiría lo que realmente son las cosas. Este sentido nos proveería de verdades fundamentales a partir de las cuales se deducían otras verdades, y todo se enlazaría al mismo tiempo con las verdades adicionales provistas por la experiencia sensorial.

Este esquema aristotélico general se vio alterado en Occidente por otras influencias, fundamentalmente del cristianismo, donde se suponía que a las verdades suministradas por la intuición se añadían otras provenientes de la revelación de un ser superior que habría creado al hombre a su imagen y semejanza.

Pero en los últimos quinientos años esta metafísica aristotélica, suplementada por los añadidos cristianos, ha ido perdiendo vigencia en favor de metafísicas alternativas. Para empezar, en la metafísica dominante actual, la «metafísica» de la ciencia, se ha dejado de creer en ese sexto sentido iluminador, así como en su complemento cristiano. Hoy día, en el marco de la ciencia, sigue imperando lo que en términos muy generales se podría denominar como positivismo, es decir, hay que tender a teorizar lo menos posible y a basar todo nuestro conocimiento, en el mejor de los casos, en los datos suministrados por los órganos de los sentidos (lo que se conoce en términos amplios como sensacionalismo) y, en el peor de los casos, el conocimiento se debe basar en conglomerados de datos sensoriales que aparecen como objetos o experiencias globalizantes (esta vez el término definidor es el fisicalismo).

Por supuesto, la trayectoria positivista no ha tenido más que un éxito relativo en su pretensión de «descontaminar» el pensamiento de creencias no justificadas por la experiencia sensorial. Sin ánimo de profundizar en el tema, no parece ser posible traducir debidamente la dimensión teórica de la ciencia a lo que sería su equivalente observacional. Es decir, habría múltiples creencias, injustificadas por la experiencia sensorial, que afloran por doquier en el pensamiento científico.

Pero la metafísica positivista, lejos de sentirse derrotada en ese afán descontaminador, algo sumamente incierto a todos los efectos, esgrime por un lado el éxito de la tecnología y de su base científica, lo que supondría que una supuesta descontaminación, al menos parcial, tiene una alta rentabilidad cognitiva (o tecnocognitiva si se prefiere el término, lo que ha dado lugar a que en la actualidad, más que ciencia propiamente dicha, haya tecnociencia).

Pero, por otro lado, en ese ardor cientifizante, lo que provendría de la óptica positivista más reciente no es estrictamente la depuración cognitiva de elementos no reducibles en última instancia a experiencias sensacionalistas o fisicalistas, sino que la clave estaría en la naturalización última posible del conocimiento. En efecto, desde esta perspectiva, la clave del conocimiento menos sesgado ideológicamente no la tendría ya la física, sino la biología. La llave de la hermenéutica cognitiva más fiable la habría hallado el naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882) y las instrucciones esenciales de su manejo estarían en su Origen de las especies (cuya primera edición apareció en 1859). Como bien se sabe, la idea básica de Darwin es que el hombre es un ser vivo más que ha surgido, como cualquier otro ser vivo, principalmente por un proceso de selección natural relativo al medio y a sus competidores vivientes. Pero esto quiere decir que cualquier característica humana no es más que un resultado biológico que en mayor o menor medida ha propiciado la supervivencia. De modo que las propiedades humanas que supuestamente más ennoblecen a su portador, como puedan ser su arte, su literatura, su filosofía, su ciencia, su religión, no serían más que instrumentos de supervivencia en el sentido más banal del término1.

Esta manera de pensar se podría calificar, de un modo ideológicamente aséptico, como la última expresión de una metafísica naturalista. Metafísica que, de hecho, adquiría carta de naturaleza en el naturalismo literario del siglo pasado y que, con un carácter crítico, se va a presentar en estas páginas. Como en toda metafísica se detectan dos proyecciones, una epistemológica, que se desarrollará en una primera parte, y otra ético-política, en la que se centrará la segunda parte.

En dicha primera parte se explorarán las más recientes impugnaciones al proceso de la selección natural, una de cuyas últimas expresiones sería la evolución del conocimiento del «conocimiento», pero desde una vertiente epistémica estrictamente naturalista. Mientras que en la segunda parte se matizarán lo que hasta la fecha serían las pruebas más contundentes a favor de la teoría de Darwin: las derivadas del comportamiento animal en general y del humano en particular (comportamiento tanto cognitivo, propiamente dicho, como ético o político).

1 Para un desarrollo más pormenorizado de esta tesitura se puede consultar la obra de C. Castrodeza, Razón biológica: la base evolucionista del pensamiento, Madrid, Minerva, 1999.

 

Agradecimientos

Al director de la Revista de Libros, Álvaro Delgado Gal, por permitir reproducir en esta obra material publicado en la revista de su digna dirección [parte de dicho material se reproduce asimismo, estructurado de diferente manera, en mi La Marsopa de Heidegger: la ciencia en la cultura actual (Madrid, Dykinson)].

 

Primera parte

Bases naturalistas del conocimiento

(Los confines de la selección natural)