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Akal / Hipecu / 60

Alberto Ruiz de Samaniego

La inflexión posmoderna: los márgenes de la modernidad

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Nadie sabe con certeza lo que es la posmodernidad. ¿Una reeescritura crítica y vitalista de la modernidad? ¿Una pérfida enmienda a la totalidad moderna o tan sólo un conflicto de orden epistemológico? ¿Acaso el matrimonio definitivo entre estética y economía, entre producción, negocio y cultura? La posmodernidad significa la disolución del sueño moderno. La narrativa emancipatoria de las utopías del progreso y el saber universal se ha descompuesto en innúmeras y flexibles invenciones imaginativas. Estas teorizaciones han generado la polémica de la posmodernidad, en donde está en juego el estatuto de la praxis política, científica, artística y filosófica en medio de la crisis de los discursos y de la constelación moderna.

La posmodernidad también sabe que los contenidos son meras imágenes. Y que, consecuentemente, se ha producido un debilitamiento del principio de realidad. La posmodernidad, el tiempo en que el mundo verdadero se ha convertido en fábula, se correspondería con la glorificación de los simulacros, las apariencias y los reflejos. Se ha puesto en entredicho la posibilidad de distinguir entre la representación de lo real y lo ficticio, al estar ambas categorías sostenidas por unas mismas estrategias narrativas. El significado se piensa, así, como producto del lenguaje, más que como su fuente. La realidad y sus formas de manipularla son inseparables de las estructuras discursivas y de los propios sistemas de significación. Por eso, la posmodernidad presta una atención minuciosa al modo como se inscriben, cruzan y superponen las diferentes líneas de fuerza que articulan esa estrategia compleja y sólo relativamente estable denominada realidad. La posmodernidad supone el reconocimiento de que el sentido del ser es, justamente, la disolución del principio de realidad en la multiplicidad de interpretaciones. «Estamos en una sociedad sin padres –escribió Lyotard–. Se comienza a ver lo que esto significa concretamente. Cada uno debe ser el padre de sí mismo, construir la autoridad.»

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor de estética y teoría de las artes en la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot, una estética de lo neutro (Universidad de Vigo, 1999), Semillas del tiempo (Pontevedra, 1999) y, en colaboración con Miguel A. Ramos, La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España (Madrid, 2002).

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Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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«Cuando descubrimos que hay varias culturas en vez de una sola y, en consecuencia, en el momento que reconocemos el fin de una especie de monopolio cultural, sea éste ilusorio o real, estamos amenazados con la destrucción de nuestro propio descubrimiento. De súbito resulta posible que haya otros, que nosotros mismos seamos un “otro” entre otros. Habiendo desaparecido todo significado y todo objetivo, se hace posible deambular entre civilizaciones como si fueran vestigios y ruinas. El conjunto de la humanidad se convierte en un museo imaginario. ¿Adónde iremos este fin de semana? ¿A visitar las ruinas de Angkor o a dar una vuelta por el Tívoli de Copenhague? Es fácil imaginar un tiempo cercano en el que una persona bastante acomodada podrá abandonar su país indefinidamente para saborear su propia muerte nacional en un interminable viaje sin objetivo.»

Paul Ricœur, Historia y verdad

«Veinticuatro intérpretes de sueños estaban establecidos en Jerusalén. Tuve un sueño y fui a visitar a todos los intérpretes. Cada uno de ellos me dio una interpretación diferente y todas se realizaron en mí, de conformidad con lo que había sido dicho: el sueño sigue a la boca que lo interpreta».

Berakhot, 55 B

 

Aprendiendo de Las Vegas

«El tiempo está fuera de quicio.»

W. Shakespeare

En un apunte del 5 de agosto de 1977, Roland Barthes escribió: «De repente, me resulta indiferente no ser moderno»1. Podría­mos datar en este gesto el final del imperativo categórico de la modernidad, tal como fue declarado por Rimbaud («Hay que ser absolutamente moderno»), y encontrar en él la ambigua aceptación –y el peculiar modo de instalación– de la posmodernidad. Como un destino difuso o desvaído que no tiene dueño, responsable o atribución clara, pero que tarde o temprano había de suceder(nos); sin saber muy bien cómo ni por qué, sin declaración ni manifiesto retórico altisonante. La posmodernidad ha puesto en cuestión la modernidad tan solo al modo de un ruido de fondo, sordo pero ininterrumpido, acaso sin tiempo ni especificidad. Tal vez porque la posmodernidad constituya el fin mismo de los imperativos categóricos. El gesto de Barthes es equiparable al de Bartleby, el personaje de Melville; un melancólico desdén de quien declara no sus proyectos, actividades o afirmaciones, sino que se limita a constatar lo que deja (de ser), sin abrir(se), sin embargo, (a) otra posibilidad. Algo ha sucedido, pero en un modo no premeditado, ni profusamente preparado, incluso ni tan siquiera deseado. La posmodernidad. Algo no exactamente afirmativo. Uno casi diría que eso que pasó ha ocurrido como se declaran las pequeñas enfermedades del alma que nos vuelven, de la noche a la mañana, inactivos, tristes o, simplemente, indiferentes, paroxísticamente indiferentes. Un día, al modo de una negatividad gratuita, como en una desocupación –o una cesantía–, París dejó de ser moderno. El ser moderno dejó de importar, se esfumó de repente; pero de su brillante ausencia –de la que debería advenir alguna otra cosa, otra forma de estar– nada claro ha emergido, nada que se pueda todavía definir positivamente. La posmodernidad. Una despedida de la modernidad donde la partícula Pos(t) declara precisamente la intención de sustraerse a las lógicas de desarrollo específicamente modernas y sobre todo, como escribiera Vattimo, a la idea de la superación crítica en la dirección de un nuevo fundamento. Como si la propia superación de la modernidad no fuese ya posible mediante instrumentos metafísicos, o lo que resultaría equivalente, a través de un pensamiento de corte fundacional, legitimado, al modo moderno, en términos esenciales o estructurales. Ésta es una circunstancia que empuja la reflexión posmoderna a una situación problemática, algunas veces desgarrada –enfáticamente, caso de Jean Baudrillard o Paul Virilio–; en donde siempre queda por discutir lo que signifique ese post como un exterior indecidible, el después de de la posmodernidad. Incluso hay quien considera, con el propio Lyotard en La posmodernidad (explicada a los niños), que la posmodernidad no solo no constituye necesariamente la negación de la modernidad, sino más bien el momento en que ésta se cuestiona a sí misma, con lo que la posmodernidad adquiriría una precedencia o prioridad lógica, si no un efecto regulativo, de revisión crítica –¡tan moderna!– sobre la propia modernidad. Pero también la posmodernidad puede muy bien ser entendida como una modernidad des-radicalizada. Lo cual no debe extrañarnos, si empezamos por pensar que sólo se consideran posmodernas aquellas comunidades que han pasado por una radical modernidad, con lo que ser posmoderno sería como intentar superar el propio agotamiento –o los excesos– de la modernidad; un reajuste de la sensibilidad moderna que, por ejemplo, cuestiona ideas básicas como el crecimiento absoluto en favor de un crecimiento sostenible, la integración en la naturaleza frente a la absorción de toda diversidad biológica o el respeto a la diversidad cultural frente al espíritu de conquista del otro. Por doquier aparece una suerte de ética de la conservación, de la preservación, que contrarresta el paradigma moderno (y heroico) del progreso, la creación ex nihilo y el perfeccionamiento indefinido.

Hay que ser, no obstante, un eficiente profesional técnico norteamericano para atreverse a datar eso mismo, el advenimiento de la posmodernidad, lo que aparentemente (¿tan sólo en la apariencia?, ¿qué significa, justamente ahora, ese tan sólo?) ocurrió, con la rigurosidad altiva de un pie de foto, o un epitafio:

«La arquitectura moderna murió en San Luis, Misuri, el 15 de julio de 1972 a las 3 horas y 32 minutos de la tarde, cuando fue demolido el complejo de viviendas Pruitt-Igoe en San Luis, construido según el principio de la máquina para habitar.»2

Aunque eso que ocurrió, la literal demolición de una arquitectura, vino precedido de un manifiesto arquitectónico preparado a finales de la década de los sesenta con el título Aprendiendo de Las Vegas, realizado por el arquitecto y profesor Robert Venturi y sus colaboradores Denise Scott Brown y Steven Izenour. Este escrito, crítico con la «prolongación distorsionada e irrelevante»3 de la arquitectura de la vanguardia histórica –no con «las primeras generaciones de los arquitectos heroicos modernos»– fundamentó el ataque posterior contra el supuesto puritanismo del lenguaje de la arquitectura moderna ortodoxa, acusándola de paternalista, monótona y dogmática, utópicamente revolucionaria y elitista, desencajada por ello de su tiempo histórico y orgullosamente alejada de las condiciones existentes de la producción arquitectónica. Se defendía, frente a esta posición, el vigor, el caos y la heterogeneidad del espontáneo desbordamiento urbano, la potencialidad simbólica y decorativa de las construcciones, la legibilidad popular, la jerga comercial de la calle, la variedad y los valores contextuales de los edificios; en detrimento de la asfixiante dominación de la prototípica y rígida estructura espacial geométrica y de las formas puras, con toda la liturgia moderna que consagraba el objeto en sí mismo, aislado de su función y espacialidad. Todo ello lúdicamente metaforizado en el eclecticismo desprejuiciado de la ciudad de Las Vegas. En definitiva, se abogaba por «construir para los hombres (mercados)» en lugar de edificar «para el Hombre», como el propio Venturi escribió. Frente a la paulatina deshumanización de la ciudad moderna de la segunda mitad del siglo xx, Venturi defiende (no se sabe hasta qué punto ingenuamente) aquella arquitectura «sincera» capaz de asumir, dentro de las condiciones existentes, las presiones económicas y los intereses y «necesidades del cliente y de nuestro tiempo»4. En la convicción de que la preocupación principal del arquitecto «no debería ser lo que debería ser sino lo que es» («no íbamos a discutir por el momento si la sociedad tenía razón o no», escribió Venturi).

Es este pragmatismo irónico y desenfadado el que Jencks recoge entusiásticamente para su defensa de un «eclecticismo radical» en lo que tiene de antimoderno, antielitista, profano y comercial. Un sincretismo de «doble codificación» que bien puede mezclar lo nuevo y lo viejo, la alta y la baja cultura, el pastiche y la caricatura, la semiosis moderna y la historicista. La posmodernidad. Una era que, como el propio Jencks notó, rechaza por irrefrenable acumulación su propio significado, pues en ella caben todas las historias, todos los estilos, todas las libertades, competencias y consumos5. La religión de lo contemporáneo como orden simbólico compartido, en tanto encrucijada donde los tiempos, las jerarquías y las categorías se mezclan. De ser esto cierto, no se equivoca el crítico de arte Robert Hughes cuando fecha el nacimiento del posmodernismo en el momento en que Mickey Mouse se sube al estrado y le da la mano a Leopold Stokowski en la pe­lícula de Walt Disney de 1940, Fantasía. Todo ello, en fin, parece que en honor de un arte al servicio de la «vida» de los hombres; siempre y cuando se entienda esta vida al estilo de Venturi, esto es, hombres-(mercados)6. Un estilo de vida que se ha impuesto planetariamente, y donde la especulación financiera ha penetrado en todos los aspectos de la existencia. Como ha escrito el economista Ernest Mandel: «Lejos de representar una “sociedad postindustrial”, el tardocapitalismo constituye por tanto la industrialización universal generalizada por primera vez en la historia. La mecanización, la normalización, la sobreespecialización y la parcelación del trabajo, que en el pasado determinaron únicamente el ámbito de la producción de mercancías en la industria real, ahora penetran en todos los sectores de la vida social»7. En la arquitectura, en concreto, no cabe duda de que los valores funcionales han sido sustituidos por una tecnocracia del espectáculo sujeta a unos paradigmas econocimistas que operan, controlan y diseñan el espacio de la ciudad.

En 1980, el propio Jencks ayuda a organizar la sección de arquitectura de la Bienal de Venecia, a la que asistirá, estupefacto, Habermas, y que motivará su agriada (y tan difundida) respuesta contra la posmodernidad en su conjunto: La modernidad, un proyecto inacabado8. Cabe, pues, a la acerba –y un tanto desatinada– crítica de Habermas el dudoso honor (sobre todo para él) de haber puesto de moda el término y el movimiento social e intelectual que tanto denostó. El texto de Habermas no acaba en realidad por desmantelar críticamente ninguna teoría posmoderna, ya que Habermas no parece haber leído en profundidad a los autores adecuados: no ha leído, en ese momento, La condición posmoderna de Lyotard, por ejemplo, o, de haberlo hecho, confunde a muchos de sus comentadores en una especie de indiferenciada irracionalidad nietzscheana o dionisiaca –desde Foucault o Derrrida o los posestructuralistas hasta los nuevos filósofos franceses– y los iguala perversamente bajo la categoría del pensamiento neoconservador (Lyotard, por su parte, refutará airadamente esta adscripción). Asimismo, el escrito de Habermas acaba admitiendo aquello que se proponía rechazar, la obsolescencia o, por lo menos, el declive del discurso modernista.

Habermas empieza por aceptar que el espíritu de la modernidad ha perdido vigor al rematar el siglo. Soporta incluso, con resignación, los fracasos históricos de la vanguardia estética más heroica en su intento por conectar el dominio artístico con el mundo de la vida, y admite también una fractura capital de este mismo discurso, ya detectada por sus maestros frankfurtianos: la autonomización del pensamiento en esferas de valor heredadas de la Ilustración –arte, ciencia, moral– cada vez más separadas entre sí y de la vida cotidiana, así como escindidas en especialidades y tribalizadas en comunidades de expertos o administraciones burocratizadas. Sin que sepamos muy bien cómo, Habermas aboga ante ello por la reintegración de estos dominios en un marco común incardinado además en la experiencia cotidiana, a través de unas confusas comunidades críticas representativas del mundo de la vida donde, supuestamente, se podría dar la integración entre formas de pensamiento y formas de expresión material. Todo ello para que no se corra el peligro añadido de que las fuerzas del mercado y del poder burocrático se apoderen de esas esferas. Tal síntesis entre una tradición de élite o de especialización experimental y la doméstica popularización, sería la que constituiría el objeto de deseo habermasiano. Una meta que parece difícil de conseguir hoy en día, como reconoce el propio Habermas. Ni siquiera el arte, actividad en la que el autor cifrara antaño su esperanza, semeja tener para él la capacidad de realizar tal soldadura. La prueba es la dificultad que el autor encuentra para proveerse de un paradigma estético utilizable en su beneficio, de ahí los pobres ejemplos que Habermas aduce en apoyo de su tesis: la reapropiación, por parte de unos obreros del Berlín de los años treinta, de una obra de arte de la Antigüedad. Escena ficticia, en todo caso, extrapolada de la Estética de la Resistencia de Peter Weiss.

A la vista de esta incapacidad, Habermas no hace más que confirmar uno de los más reconocidos postulados posmodernos, tal vez el que con más ahínco se pretendía precisamente refutar: el pluralismo de los saberes fundado en la noción de juegos de lenguaje diferentes e inconmensurables; lo que pone en entredicho uno de los valores ilustrados más respetados por el pensador alemán: el horizonte trascendental donde reposa la virtualidad de una comunicabilidad universal. Sin embargo, Habermas no percibe un flanco ciertamente débil en la tesis lyotardiana de los juegos de lenguaje. ¿Cómo puede haber lenguaje y juego allí donde tales enredos autárquicos carecen de una medida común? Con todo, hay otro texto habermasiano mucho más interesante para nuestro tema que viene a contrarrestar la ineficacia del anterior, e incluso a rebatir las ideas de Venturi y Jencks: Arquitectura moderna y posmoderna9. Para empezar, Habermas revela algo que pasó inadvertido por evidente para los mentores de la posmodernidad. La deshumanización salvaje de la ciudad moderna no es tanto responsabilidad de la propia arquitectura de la modernidad, que en realidad supo resolver con éxito los enormes problemas estructurales que la revolución industrial había supuesto, como una traición, una perversión y desfiguración del espíritu mismo de la modernidad arquitectónica. De esta traición cabe responsabilizar, antes que al arquitecto, a las presiones de la reconstrucción capitalista posterior a la última gran guerra. Habermas, como buen moderno, se encastilla en la defensa de aquello que Venturi y Jencks se empeñan en derribar: el rechazo social a la arquitectura moderna viene dado por su incapacidad (¿sólo moral?) para resistir, dentro de las condiciones existentes, los imperativos del capital: las presiones económicas y los intereses de los empresarios de la construcción y los burócratas que atienden preponderantemente al valor de lucro asignado al espacio construido, cuando no a puros beneficios de notoriedad mediática, en el caso de las instituciones. Extraña, resignadamente, Habermas parece admitir que este destino y su consecuente desolación urbana y territorial, es un exacto destino histórico de la modernidad; como si se hallase inscrito en la lógica del des­arrollo social que la misma modernidad y el proyecto ilustrado exigían10. En este sentido, la arquitectura y la estética misma no serían más que apéndices de penetración o formas concretas en que ha encontrado expresión esta exigencia o misión histórica. Así, por citar un caso de una dinámica representativa del arte moderno, la serialidad (presente ya en la abstracción, pero explotada intensamente por dos movimientos que configuran el paisaje artístico de la tardomodernidad, el minimalismo y el pop), puede ser vista como reflejo de la dinámica del capitalismo avanzado, cuyos modos de pe­netración industrial precisamente articulan de forma insistente el trabajo, la producción y el consumo en serie (¡hasta llegar incluso a esa modalidad tan cinematográfica y contemporánea del serial killer!).

Por lo demás, en medio de esta religión de la modernidad (¡digna de un Rimbaud!), no queda tampoco claro qué opción se le confía al hombre profano con su verdad doméstica, quien, siguiendo a Habermas, sujeto a una nostalgia de unas formas de existencia pre-moderna desdiferenciadas, parece inclinarse siempre en contra de los vientos y los impulsos del incancelable Movimiento Moderno. Precisamente por esta imposible suspensión debe admitir la parte de verdad correctiva que en este espíritu opositor siempre encuentra.

Al hilo de la declaración de Jencks, pomposamente cruel y solemne, debemos además apreciar no solo la diferencia de estilo, de precisión y de voluntad (¿de poder?) entre su gesto y el de Barthes, sino la antelación con que el acontecimiento aparece en el nuevo continente. Que París hubiese dejado de ser moderno en 1977, aun sólo a título personal en el individuo concreto Roland Barthes, pero que en Las Vegas, San Luis o Los Ángeles hubieran abandonado esta fórmula bastante antes en el medio tecnológico o arquitectónico –mediante los cuales se expresa la colectividad y, por decirlo así, el destino histórico que construye y derrumba– es, de nuevo, algo que da que pensar acerca de lo que constituya la posmodernidad. Un término que, como se sabe, procede del ámbito de la estética11, y especialmente del mundo de la arquitectura, pero que con rapidez se extendió a la sociología, la filosofía, los análisis tecnológicos, la política y la teología misma. Una noción cuya preocupante ambigüedad llega a configurar la forma de vida característica de la llamada sociedad posindustrial (Daniel Bell), sociedad del espectáculo (Guy Debord), sociedad de consumo, de la comunicación o de la telemática. Todos aquellos ámbitos en los que llevó la delantera la sociedad norteamericana, hasta el punto de equipararse con el american way of life, del que la posmoderni­dad muy bien podría ser su mentor a escala planetaria. Tal vez porque la posmodernidad sea americana, e incluso porque, como piensa Fredric Jameson, el tiempo de desarrollo de la teoría posmoderna coincide con los inicios de la exportación del modo de ser de los Estados Unidos de Norteamérica al resto del mundo. Un modo de ser cultural, pero que se volverá también (¿antes mismo?) irreparablemente económico, pues la indisociabilidad entre los parámetros culturales y mercantiles constituye un rasgo determinante con que podemos caracterizar a la posmodernidad, hasta el punto de que autores como Fredric Jameson llegan a sostener que el objeto fundamental de la posmodernidad es el espacio mundial del capital multinacional. Todo se ha vuelto, en medio de la indiferenciación generalizada, cultural, y toda cultura pasa a ser profundamente económica. La cultura se ha integrado (¡y de qué manera!) en el aparato productivo del neoliberalismo, hasta el punto de que la cultura, entendida como fuerza laboral inmaterial –dedicada a tareas relacionadas con la comunicación, la cooperación y la producción y reproducción de afectos– ocupa una posición central en el esquema de producción capitalista. Si ello es así, la posmodernidad, matrimonio planetario de estética y economía, con una lógica de producción basada en la deslocalización global, significa el fin del dominio de Europa, pero también el de los propios Estados Unidos de Norteamérica. Por una suprema paradoja, Estados Unidos debe asumir su pérdida de dominio en el preciso momento en que el capitalismo muestra su fuerza absoluta. Es el tiempo, pues, del nacimiento de un territorio europeo o un Occidente subalternos de otros lugares; mejor dicho, de una entidad global cuyo poder se sitúa en un no-sitio12. Esta etérea entidad, el ejercicio de una autoridad sin gobierno, imperceptible pero efectiva, que funciona sin territorios ni centros reales o localizables, distribuyéndose en redes mediante mecanismos de control móviles y articulados, ya tiene su nombre: Imperio, en la acepción de Antonio Negri y Michael Hardt. Superada la lógica de producción y distribución tradicional, sustentada en la representación política y territorial de las naciones, se da paso a la comunidad virtual de la ciudad mundial, dependiente de un complejo informacional transnacional y transpolítico (panóptico y cibernético). Esta ciudad virtual deja, así, en periférico abandono el terreno de la existencia empírica, configurando el orbe al modo de un inmenso suburbio dependiente de una trama sin comunidad ni determinación topológica específica.

1 R. Barthes, Essais critiques IV: Le Bruissement de la langue, París, Seuil, 1984, p. 408.

2 Ch. Jencks, The Language of Post-Modern Architecture, Londres, 1984 (orig.: 1977), p. 9. [ed. cast.: El lenguaje de la arquitectura posmoderna, Barcelona, Gustavo Gili, 1980].

3 Cito del prólogo a la primera edición del libro. (Cfr. Robert Venturi et al., Aprendiendo de Las Vegas. El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, Gustavo Gili, Barcelona, 1998, p. 14.)

4 La elección de Las Vegas, voluntariamente polémica, no deja de resultar turbadora. ¿En qué lugar queda el pragmático laissez-faire de Venturi –quien llega a afirmar que la «Main Street tiene casi siempre razón»– si pensamos, sin ir más lejos, en la trastienda de Las Vegas tal como nos la muestra Scorsese en su magnífica película Casino? Esta elección es, asimismo, profética con respecto a la llamada Nueva Economía, esa actividad mercantil transnacional certeramente denominada economía de casino. Un rasgo topográfico también premonitorio de Las Vegas, no apreciado por Venturi: su ubicación como isla urbana rodeada por un exterior que es puro desierto. En una imagen que aparece en el libro de Venturi, verdaderamente significativa de la íntima y feroz anarquía del espectáculo triunfante, contemplamos este inmenso yermo atiborrado por todo tipo de escombros y despojos de la fiesta y el despilfarro.

5 De modo equivalente, esto es lo que Arthur C. Danto celebra como la era del fin del arte: una pluralidad sin restricciones, un tiempo sin estilo. El escritor John Barth sitúa en este eclecticismo el «atractivo democrático» de la posmodernidad: [El autor posmoderno ideal] «aspira a una ficción con un atractivo más democrático que algunas maravillas del modernismo tardío como los Textos para nada de Beckett...La novela postmodernista ideal estaría por encima de la lucha entre realismo e irrealismo, forma y contenido, literatura pura y comprometida, novelas literarias y populares...» (John Barth, Textos sobre el postmodernismo, León, Universidad de León, 2000, p. 55). Contra este eclecticismo ramplón, cfr. Hal Foster, «Contra el pluralismo», en El Paseante, n. 23, pp. 80-95, y también, del mismo Foster, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2002.

6 Freud –y Derrida– sacarían buen provecho de este uso del paréntesis. En este sentido Jencks es mucho más franco (o estúpido) que Venturi, cuando escribe cosas de este tipo: [en el arte contemporáneo] «más bien hay incontables individuos en Tokio, Nueva York, Berlín, Londres, Milán y otras metrópolis comunicándose y compitiendo unos con otros, al igual que lo están haciendo en el mundo de la banca» (Cfr. Ch. Jencks, What is Post-Modernism?, Londres, Academy Editions, 1986, p. 47). No es extraño que, si nada cuenta más que las cuentas del gran capital, un antiguo corredor de bolsa reconvertido en artista (Jeff Koons) presente las campañas de lanzamiento publicitario como el sucedáneo del aura perdida en el capitalismo avanzado.

7 Ernest Mandel, Late Capital, Londres, Verso, 1978, p. 387.

8 Existen dos versiones de este texto, la alemana (más amplia y crítica con la posmodernidad) y la inglesa. De ambas hay traducción española. De la primera, en J. Habermas, Ensayos políticos, Barcelona, Península, 1988, pp. 265-283; de la inglesa, en Hal Foster (ed.), La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, pp. 19-36 y también en J. Picó (ed.), Modernidad y postmodernidad, Madrid, Alian­za, 1988, pp. 87-103.

9 Se puede encontrar en J. Habermas, Ensayos políticos, cit., pp. 11-28.

10 Un destino que, por ejemplo, el gran Orson Welles captó vívidamente en su versión de El proceso de Kafka. La condición de vida de Joseph K. es la de un ser absolutamente desapropiado, carente de todo rasgo de pertenencia, goce o dominio; habitante, en fin, del peor anonimato urbano moderno, debe enfrentarse a una justicia encarnada en un astroso esplendor barroco. Entre ambos universos, un espacio devastado y ruinoso, lleno de escombros de proyectos de construcción inacabados y solares vacíos que auguran un futuro desarrollo urbano gélido y bastante sórdido. En ese paréntesis siniestro morirá asesinado el protagonista.

11 Perry Anderson traza con precisión y claridad la historia del término en Los orígenes de la posmodernidad. Un vocablo que nace en la crítica literaria española de los años treinta pero que en la cultura anglosajona no aparece hasta los primeros años cincuenta, de la mano del historiador Toynbee y del poeta Charles Olson (director del Black Mountain College de Cage o Rauschenberg). Ya en los setenta se empleará (en deuda intelectual con Olson) por las revistas de literatura, que es de donde lo recoge Jencks.

12 Un ejemplo: en Los Ángeles, la urbe horizontal, plana y vasta como un infinito laberinto electrónico cuyas construcciones crecen sin control, como trazada por una imparable escritura automática, ciudad de experimento y avanzada de la condición posmoderna que ha sido comparada con el aleph de Borges (el objeto mágico que refleja todas las cosas del mundo), encontramos fábricas que producen productos en los que se graba made in Brasil, al lado de piezas y vestidos con el sello made in Hong Kong. Ya no nos hallamos frente a la oposición moderna entre metrópolis y países colonizados. Estamos en el proceso de lo que Slavoj Žižek denomina «autocolonización»: la empresa global supera los antiguos escudos de las fronteras coloniales al tiempo que rompe el cordón umbilical que la une a su nación materna y trata a su país de origen como otro territorio que debe ser colonizado. Ahora ya sólo hay colonias, reguladas únicamente por el funcionamiento multinacional del capital, no por países colonizadores.