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Akal / Pensamiento crítico / 11

José Antonio Piqueras, Francesc A. Martínez, Antonio Laguna y Antonio Alaminos

El secuestro de la democracia

Corrupción y dominación política en la España actual

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© José Antonio Piqueras, Francesc A. Martínez, Antonio Laguna y Antonio Alaminos, 2011

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Introducción

La democracia y sus nuevos enemigos: la corrupción, el clientelismo y el neopopulismo

La democracia se ha revelado como la organización de la vida política más racional y equitativa, aquella que está en mejores condiciones de proporcionar a los individuos la libertad, la seguridad jurídica personal y colectiva, las oportunidades para su desarrollo. La democracia se concibe como un sistema de participación igualitaria en la adopción de decisiones y en la selección de representantes. Su esencia política es la elección de los gobernantes, sometidos periódicamente al veredicto del sufragio de la categoría que le es consustancial, el ciudadano y la ciudadana, sujetos de la soberanía, concepto este último que las Constituciones acotan cautelarmente en otra categoría, el pueblo, al que añaden la correspondiente adjetivación nacional, que crea y refuerza el sentido de colectividad pero también limita los ensayos secesionistas.

En los regímenes representativos, que son una de las formas más asentadas de democracia, la selección de representantes comporta la delegación, por un periodo limitado y con sujeción a normas precisas, de la capacidad de adoptar decisiones en el Gobierno que cuente con respaldo suficiente y en su control por los delegados que formen la oposición. La división de poderes, la relación y el equilibrio entre ellos, así como los espacios y funciones reservados a las minorías parlamentarias, nos dan una de las medidas del vigor de una democracia. Pero el test no termina en estos grandes lineamientos.

La democracia política es un sistema complejo que no se limita a la elección de los gobernantes, sino que comporta el reconocimiento y la protección de un amplio número de derechos a los ciudadanos y asegura la libre organización de los mismos en el marco de las leyes que libremente se den, sea para intervenir en la vida social y en la económica como, naturalmente, en la vida política, cualesquiera que resulten los objetivos que persigan dentro del Estado de derecho, incluida la ampliación e interpretación de los derechos o el desarrollo de proyectos alternativos de organización social. En términos civiles e institucionales, ha supuesto un grado superior de organización de la sociedad para su progreso, la concertación de intereses y la resolución de conflictos. La definición y el avance de los derechos han encontrado en la democracia el mejor instrumento para deshacer privilegios, para combatir los abusos de poder –privados y públicos– y para ordenar la participación competitiva de los diversos proyectos políticos.

Si las autocracias del antiguo régimen, basadas en el derecho divino del poder, negaban las libertades; si el liberalismo constitucional del siglo XIX anunciaba derechos que a continuación restringía con fórmulas basadas en una inigualdad de género, de fortuna o de educación; si las autocracias modernas destruían la noción de ciudadano, encerraban la soberanía en los márgenes de una cúpula militar o de un partido único e instauraban modalidades represivas de la disidencia y, en general, de la opinión pública; la democracia política se ha revelado como el sistema más civilizado y el más adecuado –el que menos inconvenientes ofrece– para la gestión de la política y la asignación racional de los bienes y servicios públicos. Los países que gozan de sistemas democráticos duraderos son los más prósperos, no sólo porque se cuentan entre los que poseen un crecimiento económico más estable y continuado; lo son porque registran los mayores índices de bienestar, noción que nos remite a procedimientos de formación (educación, capacidad de crecer mediante la innovación y la incorpora­ción de altas proporciones de valor añadido), de redistribución (altas tasas de inversión en bienes y servicios públicos) y una cierta cohesión social (servicios compensatorios, ayudas y subsidios, discri­minación positiva de los menos iguales), situación que en sí misma no es imputable a la organización económica –la economía de mercado o, en términos clásicos, el capitalismo–, sino a la forma colectiva de adoptar y revisar decisiones, de responsabilizarse de las mismas y de someter las actuaciones políticas a la opinión general.

El elogio de la democracia que acabamos de efectuar no supone ignorar que su práctica ofrece dificultades. Las encontramos a cada paso. Unas veces porque el sistema democrático se presenta como una formalidad reducida a la existencia de determinadas instituciones y a la convocatoria periódica de elecciones, mientras se niega o disminuye la democracia cívica. La relación de países democráticos miembros de las Naciones Unidas se reduce de forma drástica en cuanto se aplican ciertos criterios de verificación de resultados electorales, igualdad de oportunidades de los contendientes, transparencia en las acciones del Gobierno y garantías de los derechos ciudadanos. Los casos de Rusia y de otros estados surgidos de la desaparición de la Unión Soviética, de ciertos países asiáticos y latinoamericanos, son un buen ejemplo de lo que indicamos y una pésima referencia para las democracias nacientes.

Sin un sistema legal claro y preciso en sus formulaciones y en su observación, sin unas instituciones judiciales fuertes e independientes, sin unos funcionarios profesionales sujetos al desempeño de sus obligaciones y a mecanismos que corrijan las desviaciones de autoridad o el mal ejercicio de sus funciones en beneficio propio o de terceros, la democracia se convierte en una distorsión de los principios que la sustentan, cuando no, en caricatura de sí misma. En determinadas ocasiones, el sistema que admite la libre participación encierra tensiones mal resueltas en términos institucionales entre quienes acaban haciendo un uso patrimonial del poder, una vez lo han alcanzado por mecanismos electorales, y las restantes fuerzas políticas y amplias capas sociales, que a veces constituyen la mayoría social, convertidas en rehenes de los gobernantes o en espectadores impotentes. Podemos citar el caso de la autoproclamada «mayor democracia» de la Tierra, la India, pero la relación es mucho más amplia y suele esconderse con el eufemismo de «democracias en construcción». Una parte importante de los mexicanos incluye a su país en esa categoría y en esas deficiencias desde que en 1994 comenzó la transición democrática con una controvertida elección presidencial que la oposición denunció como una clamorosa usurpación (en la noche del recuento electoral «se cayó» el sistema informático y al restablecerse iba por delante el candidato oficial), como volvería a ser denunciada la proclamación de resultados en 2006.

Sin duda, existen tensiones latentes sobre el alcance de los derechos civiles (¿hasta dónde es legítimo decidir?) o entre la democracia política, fundamentada en el ejercicio de los derechos políticos, y la democracia civil. De forma más patente, se suscitan tensiones entre la democracia política y la democracia social que reclama derechos sociales y económicos, tal como desde mediados del siglo XIX apuntaron los profetas y los científicos sociales –de Louis Blanc y Robert Owen, a Ferdinand Lassalle y el primer Karl Marx, pasando por los españoles Fernando Garrido y Francisco Pi y Margall, entre otros–, acusados en su día por las correspondientes derechas (por ejemplo, Alexis de Tocqueville) de atentar con su sentido de «democracia + igualdad» contra la concepción individualista de los derechos y contra la misma democracia. Sobre estas últimas tensiones han regresado en la segunda mitad del siglo XX los teóricos de la democracia avanzada y de las teorías del bienestar, como hizo el sociólogo Thomas H. Marshall, quien en 1950 asoció el desarrollo de la noción de ciudadanía al reconocimiento de los derechos sociales y apuntó la contradicción entre la lógica privada y discriminatoria del régimen económico basada en el beneficio individual y la plena igualdad de los ciudadanos y las políticas generales que debían garantizarla profundizando en la democracia[1]. No obstante las críticas que despertó esta interpretación «socializadora» de la política democrática, en 1966 las Naciones Unidas aprobaron el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cuya entrada en vigor tuvo lugar en 1976, y entretanto, en la posguerra europea comenzaba a edificarse en varios países el Estado del bienestar. Estas discusiones han vuelto a adquirir actualidad en nuestros días entre los críticos del encerramiento de la voluntad mayoritaria en los límites del orden institucional establecido, que discuten que la historia y el perfeccionamiento de las formas de organización política y del concepto de ciudadanía hubieran llegado a la perfección absoluta y debieran detenerse en el tiempo. Esto es, la historia de la democracia ha sido también una historia en la que se discute su ampliación y profundización; puede contarse también la historia de su conquista, pérdida y recuperación, como ha sucedido en la experiencia española del siglo XX; y hay una tercera historia que da cuenta de su restricción, unas veces a través de procesos que pasan inadvertidos y otras por medio de su desnaturalización.

El sistema democrático, para su buen funcionamiento, reclama el desarrollo de una determinada cultura política basada en la participación, alentada por las organizaciones políticas y sociales, en la observación escrupulosa de la norma, en la generación de confianza entre gobernantes y gobernados y entre éstos, sus representantes y las instituciones; exige una cuidadosa separación de poderes y la asignación a cada uno de ellos de unas competencias y unos límites; precisa del respeto hacia el adversario; reclama la creación de un marco en el que la sociedad civil pueda desenvolverse sin cortapisas ni injerencias del Estado; precisa la existencia de unos medios de comunicación libres e independientes que proporcionen información veraz y se hagan eco de la opinión pública[2].

Esa cultura política no es innata ni puede imponerse, sino que constituye un largo aprendizaje que los poderes públicos tienen la obligación de promover ofreciendo los medios, pero también el ejemplo de un gobierno correcto y, en su caso, del buen funcionamiento de las instituciones que deben velar por la corrección de las desviaciones que lleguen a producirse. El núcleo de esa cultura política vuelve a ser el ciudadano, que en modo alguno puede ser relegado a un sujeto pasivo al que periódicamente se solicita el voto. Entre otras consecuencias, porque el ciudadano termina considerando que existe una escasa relación entre el ejercicio del sufragio, la acción del Gobierno y el funcionamiento de las instituciones. Los resultados son varios: en unos casos, cada vez más frecuentes en las democracias de los países desarrollados, se retrae la participación electoral; ha sido una constante en la llamada «cuna de la democracia moderna», los Estados Unidos, en los que la participación en las elecciones para la Presidencia y el Congreso rara vez en su historia ha superado el 50 por 100 de la población con derecho a sufragio; es un fenómeno creciente en los países europeos que ha llamado la atención de las instituciones comunitarias, hasta el punto de que las cuestiones de la gobernanza y de la participación democrática son dos de los temas prioritarios en la investigación académica promovida desde la Unión Europea.

El retraimiento de los jóvenes, fruto del escepticismo, es particularmente significativo y no parece que la tendencia vaya a invertirse a corto término. La decisión del Gobierno socialista español en 2006 de introducir una materia en los planes de estudio escolares, Educación para la Ciudadanía, encontró dos obstáculos inquietantes. El primero de ellos quizá fuera de concepción, pues hacía descansar la iniciación en la vida política democrática en consideraciones propias de la filosofía moral cuando, sin descuidar la vertiente ética (la democracia sin ética es un transgénico que conserva sólo el nombre del fruto original), la democracia, esencialmente, nos remite a la esfera cívica, se protege con un régimen normativo que es modificable y acaba siendo, como decían los cartistas ingleses de mediados del XIX, una cuestión «de cuchillo y tenedor», esto es, un medio para plantear y resolver asuntos relativos a la vida cotidiana a corto y largo plazo, intereses de toda índole que incluyen los aspectos materiales, el bienestar de las personas. El segundo obstáculo que se presentó consistió en un rechazo frontal de la Iglesia católica a ciertos contenidos de lo que debía ser la formación del ciudadano en la tolerancia, la responsabilidad y las libertades y derechos fundamentales, pues algunos contenidos, entre los que se contaban la educación sexual, la explicación de la diversidad de opciones en ese campo y los nuevos modelos de familia se convirtieron en piedra de escándalo. El hecho no hubiera pasado de un incidente de efectos limitados entre el Gobierno de un Estado aconfesional y una de las confesiones religiosas de no haber sido porque el principal grupo de la oposición, el PP, hizo causa común con la Iglesia y abrió el debate sobre la idoneidad de fomentar la cultura política democrática, planteamiento que subyacía en la propuesta de la asignatura, con lo que salía a la luz la ausencia de consenso sobre uno de los pilares del desarrollo del sistema: cómo se concibe al ciudadano y en qué ha de consistir el ejercicio de la ciudadanía para hacer efectivo el cuerpo normativo.

Las prácticas de buen gobierno son tan importantes para el reconocimiento de una democracia real como la proclamación de los principios que la animan y el correspondiente ordenamiento constitucional. La corrupción política en los regímenes que cumplen todos o los principales parámetros acreditativos de ese sistema constituye la principal desviación de los preceptos y las prácticas democráticas. La corrupción política posee efectos perturbadores en los derechos fundamentales del ciudadano y en la confianza requerida por el sistema para su correcto funcionamiento.

La corrupción posee consecuencias negativas sobre la vida social y, según coinciden los expertos, sobre el crecimiento económico. Encierra también el riesgo de la entrada en la escena pública de actores organizados con fines de apropiación de parcelas de poder político y de enriquecimiento personal sirviéndose de métodos delictivos y aprovechando el secretismo de las actuaciones y la opacidad del sistema[3]. Esos actores indeseados ingresan en la esfera pública en forma de camarillas y tramas fraudulentas, según las hemos conocido en diversos países, pero también de empresas formalmente respetables que buscan beneficios extraordinarios o simplemente cumplir objetivos de facturación prescindiendo de las reglas del mercado. De acuerdo con las investigaciones de la Fiscalía Anticorrupción y de varios jueces-instructores, aparecen sólidamente asentadas desde 1995 –con mayores evidencias desde 2004– en varias comunidades autónomas españolas: Valencia, Madrid, Castilla y León, Murcia y Baleares (entre 2003 y 2007 bajo la presidencia del ex ministro Jaume Matas, imputado por 12 delitos, entre ellos prevaricación, cohecho, delito electoral, malversación y apropiación indebida). Juntas, representan un tercio de la población de España. Un paso adicional conduce a la entrada en esa misma escena del crimen organizado, como ha sucedido en países europeos del entorno español (Italia), de la Europa postsoviética y en Latinoamérica, en Colombia y México, donde, según las respectivas judicaturas, ha llegado a ocupar puestos parlamentarios. En contra de opiniones muy extendidas desde fuera, fue en los años ochenta y en la primera mitad de los noventa –en coincidencia con la extensión de la corrupción política generalizada en la Italia del pentapartido (la coalición capitaneada por la Democracia Cristiana), el fenómeno que después se llamaría tangentopolis (ciudad de las comisiones o sobornos)–, cuando las mafias penetraron las estructuras estatales, se apoderaron de importantes contratas y acabaron influyendo en un porcentaje del electorado que se calcula en el 10 por 100[4]. En España bastaría citar todo lo que el caso Malaya está poniendo al descubierto en el municipio de Marbella y en otros de la Costa del Sol.

La corrupción política supone una degradación, una adulteración, un envilecimiento de la democracia, y representa bastante más de lo que se desprende de la transgresión del orden normativo y moral que indican estos calificativos[5]. Es una perversión del sistema democrático que se sirve de la administración de los recursos públicos con fines particulares y partidistas a fin de ganar influencia y reproducir el esquema. Es, en realidad, una forma particular de patología política, pues no responde a una tendencia de degeneración global de la política[6]. No existe sistema político ni periodo de la historia que pueda vanagloriarse de haberse librado de esta lacra. Los antiguos griegos no diferenciaban entre las donaciones a los servidores públicos y el cohecho (decisiones a cambio de dádivas), ni tenían una palabra para diferenciarlos puesto que todos los donativos por el desempeño de las obligaciones eran constitutivos de cohecho y, en consecuencia, repudiados; en La Divina Comedia, nos recuerda Francisco Laporta, Dante reserva el infierno para los que comercian con cargos públicos («Del no, por dinero, se hace allí sea»)[7]. La monarquía española de los Austrias y del siglo XVIII instauró la venalidad como práctica reglada para vender oficios y empleos civiles y militares: comprendían desde el cargo de fiscal u oidor en un tribunal de justicia, al rango de alto oficial del Ejército y hasta de virrey en América. En las sociedades modernas, las dictaduras amparan y albergan grandes proporciones de corrupción, sin que pueda tampoco establecerse una correlación directa entre una y otra, pues excepcionalmente ha habido regímenes totalitarios a los que puede atribuirse los métodos peores y sin embargo han tenido un bajo nivel de corrupción. Del mismo modo, las democracias no están exentas de conductas corruptas, puesto que éstas han acompañado su desarrollo y en los últimos tiempos su denuncia ocupa un lugar creciente en los escándalos públicos. Sin embargo, en ningún sistema como el democrático la corrupción política representa un antagonismo entre teoría del Estado y su vulneración. También la democracia ofrece los instrumentos más adecuados para depurar responsabilidades y en ello va el crédito del sistema.

Por corrupción política se entiende la compra y venta por dinero de decisiones, influencia, empleos o distinciones otorgadas por gobernantes y funcionarios públicos. Exige la participación de decisionarios y de adjudicatarios en una transacción que implica reciprocidad y se lleva a efecto violando la legalidad y en detrimento del bien público y de los intereses de terceros, que se ven privados del concurso en régimen de transparencia e igualdad de condiciones. Las modalidades de pago por decisiones son variadas, desde un precio tasado por el adjudicador, a la extorsión del adjudicatario, del regalo personal al obsequio a familiares de quien ha de decidir, que crean lazos de obligación –como con todo lujo de detalles describe Rose-Ackerman–[8], a compensaciones y creación de expectativas de recompensas. En los sistemas políticos pluralistas y competitivos[9], la corrupción política posee una segunda dimensión que en ocasiones y en los tiempos modernos converge con la anterior, aunque posee una raíz diferenciada: la existencia de un sistema de patronazgo y clientelismo dirigido a incidir y condicionar el proceso electoral mediante el fraude, la compra directa o indirecta de votos y, lo que es más común –aunque con frecuencia se confunde con la compra de sufragios–, la creación de votos cautivos, que en la tradición española y latinoamericana se corresponde con el caciquismo, un fenómeno que hunde sus pezuñas en el siglo xix y adquirió verdadera carta de naturaleza cuando se introdujo en 1890 el sufragio general masculino y obligó a los muñidores de elecciones a crear y extender un mecanismo perfeccionado de control de voluntades.

Los casos más frecuentes de corrupción en democracias de países desarrollados guardan relación con el funcionamiento del régimen electoral competitivo, que reclama gastos crecientes a los partidos políticos y también a los candidatos en los sistemas en los que éstos corren con buena parte de la recaudación y el coste de las campañas. Las cuotas de los afiliados, las donaciones legales y la contribución del Estado en aquellos países donde está regulada en función de la representatividad de los partidos, a menudo, resultan insuficientes para atender la maquinaria electoral. Y siempre hay empresas dispuestas a hacer generosas contribuciones destinadas a resolver ese problema y, a cambio, esperar o pactar compensaciones. Si el fenómeno es antiguo, ha adquirido una nueva dimensión a partir de dos circunstancias: el distanciamiento de la proporción entre ciudadanos encuadrados en organizaciones políticas y el número de electores necesarios para obtener una mayoría política, lo que va en detrimento de la capacidad de recaudación interna; y, sobre todo, el incremento exponencial de los costes de las periódicas campañas electorales. Esto último guarda relación con el cambio de concepción de la acción política en sistemas democráticos y en sociedades de masas, en las que el consumo se convierte en regla reguladora de muchos comportamientos sociales. La campaña electoral en la que compiten las opciones políticas pasa a ser concebida en términos de competencia de mercado; los partidos, listas y coaliciones son percibidas y vendidas como marcas; el candidato que expone sus ideas y aspira a convencer al elector de la bondad de su propuesta, ha de estar en condiciones de vender al público un programa; las técnicas persuasivas del mercado están cada vez más presentes y, como sucede con las mercancías, en la elección del producto interviene el grado de conocimiento del artículo que se va a comprar, que depende de la publicidad del mismo frente al desconocimiento de otros, la creación de una necesidad que cada vez guarda menos relación con una elección racional y la potenciación de publicidad negativa sobre la competencia. Los procesos electorales se mercantilizan, mimetizan condiciones y técnicas de mercado, como bien saben los equipos profesionales de publicidad y comunicación que son contratados por los partidos[10].

En una era global de política-espectáculo, el impacto mediático resulta esencial. Y todo ello es manifiestamente costoso. Y es tanto más costoso cuando se llega a la conclusión de que en un proceso electoral existen dos fases: la primera, desde la oposición, como si de una estrategia militar ofensiva se tratara, de acopio de fuerzas en grandes proporciones, hasta superar la resistencia que pueda ofrecer el partido en el gobierno; la segunda, alcanzado el triunfo, se pone en marcha al día siguiente de formar Gobierno y consiste en preparar la siguiente campaña electoral, que consumirá los cuatro años siguientes, esta vez disponiendo de los recursos públicos para crear y asegurar percepciones sociales que avalen la buena imagen del gobernante y de su acción de gobierno, aunque eso no se corresponda total o parcialmente con la realidad.

Si aplicamos la teoría de juegos basada en la suma cero, en la que lo que gana un jugador corresponde a lo que pierde el oponente, que es el caso de una elección para un Parlamento o ayuntamiento con puestos limitados en disputa, los jugadores despliegan movimientos simultáneos que compiten entre sí tomando en cuenta las decisiones que realice el rival y aspiran a la misma recompensa, el triunfo. La información sobre los recursos propios y los del adversario puede ser decisiva. Pero si la disparidad de recursos es extraordinariamente desigual, como sucede con un partido político que goce de recursos excepcionalmente superiores a los de sus rivales, y esto último es fruto de una vulneración de las reglas que infringen el comportamiento democrático, el juego nace con cartas marcadas y las estrategias de sus oponentes estarán condenadas al fracaso. Es lo que sucede cuando un partido busca y obtiene medios de financiación suplementarios por medios irregulares, ilegales. Sucede igual en el supuesto de que todos los partidos del sistema, o los principales, incurrieran en la misma infracción, siempre que el resultado fuera manifiestamente desigual a favor de uno de los contendientes, bien porque éste se hubiera fijado límites pretendidamente éticos (vulnerar la ley «dentro de un orden»), por prácticas imperfectas debido a su incompetencia o porque –desde una perspectiva desprovista de valores– dispone de un escaso margen de maniobra al gestionar un número corto y con escaso presupuesto de administraciones públicas, que es lo que proporciona la capacidad de negociar las concesiones y las contrapartidas de los actores privados.

Desde mediados de los años setenta, el fenómeno del estudio de la corrupción política en sus diversas variables (político/económica y político/clientelar) es materia de interés creciente no sólo sobre sus efectos en el desarrollo de países del Tercer Mundo, sino en especial en los países desarrollados con regímenes democráticos[11].

En el presente libro sostendremos que la corrupción política –en su vertiente de venta de decisiones y de creación de una amplia bolsa de voto cautivo– caracteriza las prácticas políticas de la Comunidad Valenciana desde 1995 a partir del acceso al gobierno autónomo del Partido Popular, el PP, siglas bajo las que se agrupa la totalidad de la derecha política. Comenzó entonces a transitarse de un sistema político competitivo, siguiendo la clasificación de Giovanni Sartori[12], con un pluralismo moderado, a otro distinto. En el primero destacaban dos grandes partidos, el Socialista (PSPV-PSOE) y el Popular (PP), a los que se añadían dos grupos menores, los regionalistas de Unión Valenciana y la coalición articulada en torno a los comunistas (EUPV). Durante una etapa, el Partido Socialista había ejercido de partido casi predominante, cuando desde 1979 a 1991 gobernó los principales municipios y las tres diputaciones provinciales, y de 1983 a 1995 la Generalitat. Sartori califica de predominante a un partido cuando conservándose las reglas del pluralismo un grupo es capaz de obtener tres victorias electorales consecutivas por mayoría absoluta. En las elecciones autonómicas, el PSPV-PSOE obtuvo mayoría absoluta par­lamentaria en 1983 y 1991, pero no en las intermedias de 1987, donde descendió al 42 por 100 de los votos y quedó a tres dipu­tados de la mayoría, por lo que hubo de apoyarse en pactos con la coalición de comunistas y nacionalistas o con un partido centrista, el CDS.

Sartori ilustra una situación muy distinta en los sistemas no competitivos, en los que la disputa del poder político se realiza en ausencia de un marco de normas justas e igualitarias, aunque se conserve cierto pluralismo, en el que las fuerzas de oposición son incapaces de vencer porque se encuentran en inferioridad de condiciones. Sartori asocia la existencia de partidos hegemónicos a sistemas normativos no equitativos, ya que ha sido lo habitual. El PRI de México sería su mejor exponente. Sin embargo, la frontera entre partido predominante y partido hegemónico acaba desdibujada en la praxis cuando el ejercicio del poder de los primeros se extiende por más de tres décadas (sería el caso del Partido Democrático Liberal, que entre 1955 y 1989 dispuso de amplia mayoría en las Cámaras de Japón, o de la Democracia Cristiana, que sola o en coalición, siempre imponiendo su línea, gobernó Italia entre 1945 y 1993); en esos casos encontramos que se preservan las normas jurídicas que posibilitan la alternancia y al mismo tiempo se crean condiciones de carácter formal, informales y clientelares que condenan a la oposición a seguir en ella a perpetuidad.

En el caso reciente de la Comunidad Valenciana –región autó­noma desde 1983– nos hemos encontrado con la transformación del Partido Popular, el más votado para la Cámara Autonómica –las Corts– en 1995, con un 43 por 100 de los sufragios, que resultaron insuficientes para gobernar, por lo que hubo de pactar una alianza con los regionalistas (7 por 100 de los votos). En 1999, el PP obtuvo mayoría absoluta (48,6 por 100 de los votos, 55 por 100 de los diputados), ratificada en 2003 (48 por 100 de los votos, 54 por 100 de los diputados) y ampliada en 2007 (53 por 100 de los votos), con una diferencia de votos sobre su inmediato seguidor, el PSPV, cada vez más importante, hasta 18 puntos porcentuales.

Los socialistas, después de haber dispuesto del 52 por 100 de los votos en 1983, estuvieron entre el 42 por 100 y algo más del 43 por 100 mientras gobernaron con Joan Lerma, para caer al 34 por 100 en 1995 y situarse en torno a esa cifra, desde entonces, en las sucesivas elecciones autonómicas. Sin duda, esta amplia diferencia es imputable en parte a la incapacidad de la oposición de construir un proyecto alternativo que despierte la confianza de la población y a la concentración del voto antes disperso de la derecha y el centro-derecha. Pero también, y será el argumento central del presente estudio, esa diferencia se explica debido a la habilidad de los dirigentes del PP para revestir a su partido de los atributos de un partido hegemónico que, conservando las normas democráticas, imposibilita de facto la competencia en igualdad de condiciones. Para ello resultó esencial organizar el secuestro de la democracia creando una trama delictiva destinada a recaudar ingentes sumas de dinero para el partido a cambio de concesiones públicas (que no excluye el enriquecimiento personal) y, a la vez, utilizar recursos públicos para generar una clientela amplia y fiel mediante métodos que se inscriben en variantes «modernas» de patronazgo de partido. La diferencia con lo que podemos advertir en otras regiones de caciquismo tradicional y en otros países de nuestro entorno, es que la estructura corrupta/clientelar tiende a constituirse en sistema.

Todo eso hubiera resultado ineficaz de no haberse servido del poder y de los medios que le ofrecía –incluidos los medios de comunicación de titularidad privada sujetos a concesión administrativa, o a ayudas discrecionales, que indica una estrategia previa de control en esa dirección– para promover un determinado discurso. Aun así, hemos llegado a conocer parte de los hechos gracias a las actuaciones judiciales y a la información que determinados periodistas no han cesado de proporcionar[13].

Sucede que vivimos en una sociedad llamada de la información por el grado sumo de mensajes que circulan por sus arterias; que mientras revive el debate provocado por Walter Lippman en los años veinte cuestionando la capacidad de las mayorías para decidir el Gobierno de un país, por otro lado vive, concibe y actúa políticamente a golpe de titular. Vivimos un tiempo y una realidad donde todo parece cambiar al mismo ritmo que lo hacen los aparatos informáticos o los electrodomésticos caseros; un tiempo donde aquellos discursos de nuestros padres de la democracia que reivindicaban valores y principios, apenas resistiría la contraprogramación de un reality show con una «princesa del pueblo» tan reconstruida como la llamada alta cocina de chef. En suma, una sociedad con tantos retos como incertezas acerca de su futuro.

Desde esta radiografía, intentando buscar respuestas y explicaciones, surge este libro en el mar de los vaivenes políticos. Y lo hace con una finalidad plenamente compartida por sus autores: contribuir a un debate político que venía simplificándose de una manera peligrosa; aportar desde la praxis del caso valenciano una nueva perspectiva al análisis político de los actuales sistemas democráticos; contribuir, en definitiva, a poner en evidencia que las reglas del sistema competitivo han sido alteradas por una parte, lo que entraña el peligro de que la democracia quede secuestrada por quien ocupa el poder. Todo ello se hace desde el rigor y la objetividad que proporcionan los datos utilizados y el relato explicativo empleado. Los autores, profesores de distintas universidades, hemos entrelazado nuestras experiencias investigadoras en el ámbito de la historia, la comunicación política y la sociología para intentar poner de manifiesto las formas y modos en que funciona el sistema político valenciano. Se trata de poner el foco del estudio en la praxis política de quien ejerce el poder, más que en quien desempeña el papel de aspirante o alternativa, tal como se ha venido realizando hasta la fecha.

Del análisis no sólo se justifica el título de este libro, sino su propia estructura. En primer lugar, a mitad de camino entre la reconstrucción histórica de los últimos quince años y la propia historia contemporánea española, se explican las conexiones entre la forma que la derecha tiene de entender la política de hoy y la que tuvo antaño; se reconstruye con todos los detalles que hasta la fecha ha sido posible conocer, la relación de casos que sustentan la catalogación como caciquil y clientelar de la política del Partido Popular. En definitiva, se ordena y explica la relación de acontecimientos que han venido marcando la hoja judicial de los populares valencianos. De esta forma, con nombres y apellidos, aparecen descritos los papeles que desempeñan los distintos personajes de esta obra política que se desarrolla en las tierras valencianas. Y no falta nadie, desde el Castellón de Fabra con toda su historia y todas sus historias, hasta el Alicante de Ripoll, con todas sus basuras y adjudicaciones. Y, por supuesto, no faltan los grandes protagonistas: los Camps, Blasco, Cotino, el arzobispo y algún otro, que juegan en primera línea y que resultan decisivos en el marcador final.

A continuación, el libro reconstruye los lazos e hipotecas que en los últimos años el PP ha establecido con los medios de comunicación valencianos. Desde la explicación teórica que justifica por qué los medios son objetivos tan importantes para el poder, pasando por los distintos procesos de adjudicación de licencias de radio o televisión digital para conformar un círculo mediático de primer nivel, hasta el papel de corifeos desempeñados por algunos «periodistas» casualmente incorporados en las nóminas de la televisión autonómica –Canal 9– para la causa. Más allá de los posibles efectos de los medios en los comportamientos electorales, debate teórico que no cesa, de lo que no cabe duda es de que la competencia política actual se libra mayoritariamente en los medios audiovisuales, sobre todo en la televisión. Ellos marcan las reglas del debate, establecen la selección de temas y dictan las orientaciones para opinar. Por eso, el dominio de estos medios por parte de una opción política deja en entredicho la equidad de la competencia electoral y, sobre todo, la capacidad de los ciudadanos para elegir en conciencia. El control mayoritario de los medios por un partido es, en definitiva, la primera gran anomalía del sistema democrático.

Los medios son la clave para construir imaginarios colectivos que afectan a culturas y valores, para orientar climas de opinión que posicionen a los electores en un sentido u otro y, en definitiva, como establecieron Berger y Luckman, para construir realidades sociales. Desde esta perspectiva, nuestro libro se adentra en un terreno fundamental del juego político como es el análisis del discurso. El objetivo no es otro que poner de relieve la importancia que el diseño y la planificación de la comunicación política tienen en los comportamientos electorales. En ese sentido, el discurso de los conservadores es la primera vía de conexión con sus electores y con el resto de los ciudadanos, gracias a la enorme capacidad que tienen de transmitir sus mensajes, ya sea vía indirecta a través de los propios medios o líderes de opinión, ya a través de campañas informativas institucionales. El resultado no es otro que intentar convertir la visión política del partido en la visión general de la sociedad, convertir las siglas de unos en las señas de identidad de todos, lo que no deja de ser otra forma de monopolizar el ejercicio de la política.

Finalmente, nuestro libro concluye con la estación electoral, concebida en esta ocasión como el banco de pruebas donde se mide el resultado de esta forma de ejercer la acción política. A través de un amplio análisis de todos los resultados electorales operados en los últimos quince años, no sólo confirmamos los trasvases de voto hacia el partido conservador que se han producido en los distintos sectores sociales, sino que vamos comprobando cómo esta forma de ejercer el poder que practica el PP, antes que desgastar, permite medrar electoralmente. Desde las elecciones autonómicas de 1995, en las que por fin alcanzan el poder, hasta las de 2007, el Partido Popular no ha hecho sino crecer en número de diputados en el Parlamento autonómico y en municipios. Incluso en la coyuntura actual, donde los escándalos por corrupción podrían mermar su ventajosa posición, las encuestas que se realizan siguen dándoles mayoría absoluta.

Hace unos días conmemorábamos los doscientos años de constitucionalismo español. Sin el boato de otras efemérides, ni mucho menos el brillo de cualquier éxito deportivo de estos tiempos, la fecha del inicio de las Cortes de Cádiz, el 24 de septiembre de 1810, ha sido festejada por ser el punto de partida de nuestro actual sistema político. Dos siglos después podemos afirmar que vivimos el periodo democrático más extenso de nuestra historia contemporánea. Más de tres décadas desde la aprobación del actual marco constitucional en el que nuestro país no sólo ha avanzado en materia de derechos políticos, o mejorado notablemente su condición económica, sino que ha desarrollado una estructura de poder a mitad de camino entre las tendencias mundializadoras actuales y el modelo federal reivindicado de nuestro pasado. El resultado es un Estado democrático, plenamente integrado en las estructuras políticas supranacionales, al tiempo que intensamente descentralizado en una estructura autonómica con Gobiernos y constituciones (estatutos) propios. Se podría decir que, aunque dos siglos después, el sueño de aquellos diputados doceañistas que defendían desde la tribuna el gobierno del pueblo por el pueblo, es hoy una realidad plenamente asentada. ¿O no?

[1] T. H. Marshall, «Ciudadanía y clases sociales» [1950], en T. H. Marshall y T. Bottomore, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998.

[2] G. Sartori, Teoría de la democracia, Madrid, Alianza, 1987. R. A. Dahl, La democracia. Una guía para los ciudadanos, Madrid, Taurus, 1999. R. A. Dahl, La democracia y sus críticos, Barcelona, Paidós, 1992. R. Cotarelo, En torno a la teoría de la democracia, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990. El clásico (una concepción formalista) H. Kelsen, Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Labor, 1977. J. Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Barcelona, Paidós, 1999 (una reconsideración de las valoraciones ético-políticas de la democracia). R. del Águila y F. Vallespín (eds.), La democracia en sus textos, Madrid, Alianza, 1998 (una aproximación a la evolución de las ideas).

[3] S. Rose-Ackerman, La corrupción y los gobiernos. Causas, consecuencias y reforma, Madrid, Siglo XXI, 2001, pp. 11-47 y 166-170.

[4] M. Caciagli, Clientelismo, corrupción y criminalidad organizada, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1996.

[5] P. Euben, «Corruption», en T. Ball, J. Farr y R. L. Hanson (eds.), Political Innovation and Conceptual Change, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, pp. 220-246.

[6] C. J. Friedrich, «Corruption Concepts in Historical Perspective», en A. J. Heidenheimer, M. Johnston y V. T. LeVine (eds.), Political Corruption. A Handbook, New Brunswick, Transaction Publishers, 1989, pp. 15-24.

[7] F. J. Laporta, «La corrupción política: introducción general» y J. F. Malem Seña, «El fenómeno de la corrupción» (Grecia), en F. J. Laporta y S. Álvarez (eds.), La corrupción política, Madrid, Alianza, 1997, pp. 23 y 76, respectivamente.

[8] S. Rose-Ackerman, La corrupción y los gobiernos, cit., cap. 6, dedicado a «Sobornos, clientelismo y regalos», pp. 125-152.

[9] R. Dahl, La poliarquía. Participación y oposición, Madrid, Tecnos, 1989.

[10] A. Laguna, Las claves del éxito político. Por qué votan los ciudadanos, Barcelona, Península, 2010, pp. 55-60.

[11] V. T. LeVine, «Transnational Aspects of Political Corruption», en A. J. Heidenheimer, M. Johnston y V. T. LeVine (eds.), Political Corruption. A Handbook, New Brunswick, Transaction Publishers, 1989, p. 685. D. della Porta e Y. Mény (eds.), Democracy and Corruption in Europe, Londres, Continuum International Publishing, 1997. D. della Porta y A. Vannucci, Corrupts Exchanges. Actors, Resources, and Mechanism of Political Corruption, Aldine de Gruyter, Nueva York, Hawthorne, 1999.

[12] G. Sartori, Partidos y sistemas de partidos, Madrid, Alianza, 1980.

[13] Queremos destacar, entre otras, la labor informativa de Francesc Arabí, Joaquín Ferrandis, Lydia Garrido, María Fabra, Aldolf Beltrán, Ezequiel Moltó, Santiago Navarro, Carlos E. Cué, José E. Hernández, Pere Rostoll y Alicia Gutiérrez, que hicieron público a través de sus informaciones lo que el poder pretendía que quedase en la oscuridad. Gracias a su trabajo, a su forma valiente de entender el periodismo, parte de este libro hoy es posible.