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Akal / Cuestiones de antagonismo / 70

Juan Carlos Rodríguez

De qué hablamos cuando hablamos de marxismo

(Teoría, literatura y realidad histórica)

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RAG

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© Juan Carlos Rodríguez, 2013

© Ediciones Akal, S. A., 2013

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ISBN: 978-84-460-3859-7

 

 

Introducción con algunas preguntas

I

Pienso que este libro podría iniciarse a partir de una pregunta fundamental: ¿Qué fantasma recorre hoy Europa?

Evidentemente el famoso comienzo de Marx y Engels, de 1848 («Un fantasma recorre Europa») se ha quedado en cierta medida «corto» en sus previsiones: hoy la dominación de los de arriba sobre los de abajo es ya total y en todas partes1. Con lo que además ahora habría que hablar del «fantasma» que recorre el mundo (o lo que se ha llamado «mercado-mundo», «globalización», etc.: algo que, ciertamente, el propio Marx señalaba ya en el interior de aquel mismo texto). Puesto que con el término Europa, Marx solo aludía ahí al caldo concentrado de todo el llamado «capitalismo occidental»: o sea, desde Alemania a Estados Unidos, incluyendo la colonización británica en la India.

El fantasma del que entonces hablaba Marx era por supuesto el comunismo (sin saber muy bien lo que podía ser «eso», por otra parte). Pero la respuesta de hoy sería muy distinta: el fantasma que de hecho recorre Europa –y el mundo– es la realidad del capitalismo neoliberal y sus expectativas plenas de desolación y de ruina: en cada sociedad y en cada vida diaria (subjetiva o colectiva, eso es ya lo de menos dado que el destrozo es el mismo, aunque con diversas clases de angustia, claro está).

Ahora bien, si en general no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de marxismo, lo curioso es que tampoco sabemos (de alguna manera) lo que es el capitalismo de hoy, salvo a través de los clichés acostumbrados. Por ejemplo, se da por supuesto que sin la Banca no podría existir la sociedad. ¿Por qué? En todo caso sería esta sociedad, puesto que Santo Tomás ya excomulgaba a los primeros banqueros (usureros, decía aquel santo que tanto fascinó a Joyce y a Umberto Eco)2. Por supuesto que no propongo retornar a la Edad Media, solo indico que han existido diversos tipos de sociedades históricas. Y que por tanto es obvio que los sistemas de vida se pueden transformar. Pero, puesto que el capitalismo no se considera un sistema histórico de vida, sino que se considera la vida, se concibe a la vez como lo ya-no-transformable.

Por ejemplo: a propósito de la reciente publicación del libro de Gianni Vattimo, El comunismo hermenéutico, la redacción en Barcelona de un conocido diario en papel y digital, comienza así su entrevista con el filósofo italiano: «Una defensa del comunismo leninista parece un anacronismo». Me gustaría preguntar cuándo se ha visto el comunismo (digamos, la desaparición de las clases y del Estado) y a qué leninismo se refiere el entrevistador. Porque hay muchos (las ideas de Vattimo al respecto tienen poco que ver con las mías), solo que la respuesta ya la conocemos todos: no hay más marxismo que la Siberia de Stalin.

Podríamos suponer que el marxismo de Gramsci o del Che Guevara, el de Pasolini o Jean-Luc Godard, eran bastante distintos a la Siberia staliniana, pero prefiero homenajear al recién fallecido arquitecto Oscar Niemeyer: se le criticó enormemente a este discípulo «hereje» de Le Corbusier el proyecto de Brasilia (y su puesta en marcha junto con sociólogos y economistas de la talla de Celso Furtado), pero se le criticó sobre todo su alegría vital que podía compartir con amigos como Vinicius de Moraes y su «Chica de Ipanema», otro símbolo de la bossa nova y del renacer de Brasil. Al preguntársele a Niemeyer qué era para él la vida, respondió con plena normalidad: «Tener una mujer al lado y que sea lo que Dios quiera». Y hay quien añade que por eso ponía tantas curvas en sus diseños.

Evidentemente, pues, sí que hay muchos marxismos y socialismos y muy diversos, lo mismo que hay muchos capitalismos (aunque todos tengan más serpientes en la cabeza que la pobre Medusa, hoy tan olvidada). En teoría al capitalismo se le suele definir así: democracia política, mercado libre y libertad de costumbres (claro, esto a partir del 68). O sea: el capitalismo es «lo libre», una categoría conceptual sin embargo muy difusa, pues ahí se incluye la libertad para explotar hasta el extremo las vidas de todos y de todas. Y al marxismo ya sabemos cómo se le ha definido: el Telón de Acero y el gris siniestro del Gulag.

De cualquier modo: ¿cómo jugar con esos dos tipos de dados?

II

Parecería que estuviéramos en la Guerra Fría. Pero es lo que nos refriegan todo el día por el morro: en cuanto te descuidas. Como si uno/una fuera un amante de la KGB o de la CIA.

Y aquí empieza el matiz: obviamente el capitalismo angloamericano de la Segunda Guerra Mundial no tuvo nada que ver con el capitalismo nazi, pero resulta que los dos eran formas del capitalismo. Si además del Holocausto, hablamos del Vietnam, de Indonesia, de América Latina o de África, habría que empezar a pensar si los dados no chorrean demasiada sangre (sin inmiscuirnos en la vida cotidiana por ahora).

¿Qué tuvo en cambio que ver el estalinismo con el marxismo?

Mucho en apariencia, pero muy poco en el fondo. Solo que el estalinismo nos convirtió a todos en «muertos vivientes»: otros dados chorreando sangre.

De eso y de otras muchas cosas por el estilo es de lo que se habla en este libro.

Estableciendo la línea de demarcación decisiva:

– El capitalismo se basa en la explotación de las vidas (o sea, en la libertad gracias a la explotación).

– El marxismo se basa en la no-explotación de las vidas (o sea, en la libertad sin explotación).

Pero esto parece demasiado fácil, pues entonces ¿por qué no se ha impuesto el marxismo y llevamos quinientos años de capitalismo?

Estamos utilizando la palabra «vida» (que no puede ser más que histórica: no hay otra), pero acabamos de señalar que el capitalismo no se nos presenta como un sistema histórico de vida, sino que se nos presenta –y así lo concebimos– como la vida sin más.

Y este es el verdadero trasfondo explicativo de todo, el verdadero fantasma a través del cual existimos, desdoblándose:

a) El capitalismo ha conseguido que su auténtica infraestructura de explotación se vuelva invisible.

b) El capitalismo se ha permeabilizado con ello en nuestro inconsciente y en nuestra piel: y hablamos así de la condición humana, de la naturaleza humana, del ser humano ontológico, no del ser humano producido por el capitalismo, etc. Y nos quedamos tan tranquilos.

O tan intranquilos.

Pues ¿qué significa toda esta sarta de idioteces?

Sencillamente, como venimos anotando, que el capitalismo ha conseguido transformar su infraestructura de explotación –sus relaciones sociales de base– en el Fantasma que recorre el mundo. Y que nos corroe a todos por las venas.

De modo que podemos volver a preguntarnos: ¿qué significa esto?

III

Muy sencillo: que la «explotación vital» es nuestra vida. La única que tenemos y la única que conocemos.

Así de fácil y así de simple, en efecto: esa es nuestra manera de vivir, nuestra manera de pensar y de sentir (si es que estas cuestiones pueden diferenciarse).

No se trata del fin de la historia de Fukuyama (aquella historia ya no cuenta, al parecer) ni de que haga ya más de treinta años que en la práctica desapareciera la URSS ni de que hoy el «eje del mal» se haya trasladado a la teocracia islámica: no se trata de nada de eso, con ser todo muy importante.

Se trata más bien, y sobre todo, de que la infraestructura capitalista parece que se ha evaporado: delicuescente, líquida, mera espuma en el aire, etcétera.

Se me podrá argüir: ¿cómo es posible? Precisamente ahora, con los desahucios, los suicidios, el paro, los ajustes, la crisis de la sanidad y la educación, de la ciencia y/o de la cultura en general, etcétera.

Efectivamente: precisamente ahora. Se ven los efectos pero no las causas. Y precisamente ahora por eso las causas se vuelven invisibles. Pues no hay otro horizonte vital que el que se nos impone: hay que aceptar que el capitalismo es el sol y que ahora estamos –solo– en una puesta de sol –aunque esperando la aurora otra vez.

Pues obviamente esta es la clave de todo: si la infraestructura (o sea, las relaciones socio-económicas) se convierten en un fantasma evanescente, entonces nadie –y nunca jamás– va a hablar o a luchar contra el capitalismo en sí mismo, sino solo contra sus pequeños o grandes fallos o lagunas: contra los banqueros malos, contra los ejecutivos deshonestos, contra los jueces corruptos, contra los gobiernos aviesos, contra la Merkel déspota, lo que se quiera. No importa, puesto que el capitalismo es nuestra vida sin más y contra eso no se habla.

Por eso decimos que hoy el capitalismo como tal, su infraestructura de explotación de vidas, ha desaparecido, se ha evaporado de nuestro lenguaje y de nuestro consciente/inconsciente cotidiano.

Si hablas –o escuchas hablar– más o menos en privado a algún/alguna representante de la izquierda supuestamente de izquierdas, es probable que lo primero que oigas decir sea algo como esto: «no conviene hablar a la gente del capitalismo, eso le cae a la gente muy lejos». Sinvergüenzas y corruptos puede haber muchos, pero aceptar que el capitalismo es en sí mismo una corrosión de la vida resulta imposible pensarlo, pues supondría pensar o aceptar que nuestra propia vida también es una corrupción y una corrosión.

De modo que comprendo perfectamente ese lenguaje, pero deseo llevarlo más allá del mero politicismo oportunista: pues algo muy similar decía la profesora Fernanda Navarro, formidable luchadora mexicana, en el año 2004 en la Universidad de Cuyo (Argentina): «También debemos abandonar una terminología desgastada y crear una nueva. No hay que seguir empleando palabras como revolución proletaria o internacionalismo proletario, debemos aprender a hablar de otra manera».

De hecho, esta preocupación por encontrar un lenguaje nuevo que nos comunique con la gente, es solo un síntoma de que el lenguaje marxista tradicional era ya (como indicábamos, en gran medida) una acumulación de muertos vivientes. Pero en cualquier caso se trata de la inmensa tarea no de banalizar determinadas proposiciones de ayer acomodándolas a la mera semántica de hoy, no de adaptarnos a la coyuntura existente, sino de traducir nuestro lenguaje a esa coyuntura para transformarla.

Y traducir en este caso quiere decir, como siempre, conducir, trasladar nociones o conceptos claves del ayer al hoy pero sin que el concepto pierda su valor implícito.

Que esa es la gran diferencia entre traducir y banalizar.

Si la gente no comprende el mundo en que vive no es solo porque no comprenda o no vea esa infraestructura de explotación que se ha vuelto invisible, sino a la vez porque el lenguaje marxista encargado de explicar todo esto, se ha vuelto también invisible: padece una esclerosis múltiple que lo ha llevado a la parálisis (la metáfora favorita de Joyce, a la que volveremos enseguida).

Pero si las relaciones socioeconómicas o infraestructurales parecen haberse vuelto invisibles3, ¿qué ocurre con la política y con el resto de lo que se solía llamar superestructura? El problema de la política no solo es que esté devorada por la economía (que ese es su auténtico problema) sino que pretende reconvertirse como «campo autónomo» (lógicamente sin infraestructura): así ya no habría relaciones sociales sino relaciones intersubjetivas. De modo que algunos teóricos4 vienen y dicen: como la soledad es lo que nos singulariza (lo cual es cierto) habrá que crear un lazo social (lo cual no deja de ser un psico-sociologismo banal: las relaciones sociales existen siempre ya de antemano) que nos enlace con lo común. Y además señalan que eso no es lo privado y lo público, pero luego llegan los politólogos y dicen que sí, y los filósofos les ayudan y vuelven a hablar de lo privado y lo público: y de esa manera lo entendió el bueno de Deleuze, y así lo han entendido dos defensores del capitalismo bueno como Negri y Hardt, o con otro rigor Badiou y Rancière, etc. (No creo que Derrida y la «De-construcción» hayan dejado muchas secuelas serias, más allá de su «moda» coyuntural).

Con el resto de las superestructuras ocurre igual: se trata de que funcionen como remedios o parches ante las inevitables contradicciones de un mundo sin embargo ya hecho (y que no tiene alternativa posible porque ignoramos cómo funciona: es simplemente «lo que hay», lo que Heidegger prefería decir con su verbo favorito en alemán: es gibt: «lo que se nos da»).

IV

En una palabra: esta desaparición de la infraestructura y de las relaciones sociales (y pongo el ejemplo más simple: antes se veían las fábricas, hoy no se ven) implica complejamente la aparición de una superestructura colgada en el vacío, casi como el final del Finnegans Wake de Joyce. Recordémoslo:

A way a lone a last a loved a long the

Joyce decía que había decidido terminar el libro con ese the porque: «era la palabra inglesa menos acentuada y más débil, una palabra que ni siquiera es una palabra, que apenas resuena entre los dientes, un aliento, una nada»5.

En versión literal la frase de Joyce dice obviamente así: «Un camino un solitario un final (último) un amado un largo el (la los las)».

De modo que si en vez de hablar «de marxismo» decidiéramos hablar sobre –o desde– el marxismo ¿ello implicaría algo así como entender ese the? ¿Esto es, habría que volver al principio de todo o habría que partir de ahí, precisamente recomenzar a partir de tal vacío?6.

Claro que si pronunciáramos los términos finales de la frase uniéndolos entre sí7, la versión nos llevaría acaso a «junto al» –along the– pero eso también tendría un evidente sentido drástico: hablar del marxismo pero junto al marxismo. Es decir, junto a su historia de triunfos y de derrotas, de cultura afortunada o desastrosa, y sobre todo hablar de cansancio.

Salvo por ese rasguño: el the, ese vacío, esa nada ¿es simplemente la vida? Ya que no hay alternativa: si el vacío es lo único que existe, no hay más que dos estructuras vitales: explotar o no explotar.

De modo que acabar con la explotación diaria de las vidas es la única línea de demarcación –decíamos– que establece cualquier planteamiento, cualquier lucha que se considere realmente marxista.

Todo lo demás, repito, se puede discutir hasta el infinito, «separando el grano de la corteza o de la cáscara». Pero ¿cómo discutir?

V

Digamos que de dos maneras:

a) De una manera que se deslizaría desde el exterior del marxismo hacia su interior, más o menos para: «Poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos», o sea, una mesa de billar a la italiana donde cualquiera pudiera jugar y discutir, según nos venía a decir Cervantes en el Prólogo a las Ejemplares. Y, como siempre, la imagen es magnífica.

b) O bien hacerle preguntas al marxismo desde dentro, lo cual conlleva el pequeño problema de que ya se crea poseer de antemano la verdad de ese interior del marxismo, como si alguien nos hubiera dado las llaves para entrar en tal interior.

Supongamos, en efecto, que tenemos algunas llaves (nuestros «clásicos» y su herencia), pero por el momento solo sabemos lo arduo que es llegar al the, ese largo o lejano camino hacia el vacío.

Y por supuesto que sabemos cuál es nuestra herencia histórica. Por ejemplo la que nos cuenta Dashiell Hammett en Cosecha roja (Madrid, Alianza, 2004, p. 18). Y Hammett conocía esto muy de cerca:

Se declararon en huelga. La huelga duró ocho meses. Se derramó con abundancia la sangre de ambos bandos. Los sindicatos tenían que derramarla ellos mismos. Elihu, el Viejo [el dueño de las fábricas], empleó a pistoleros y esquiroles, a la Guardia Nacional y hasta a destacamentos del ejército regular para hacerlo. Cuando se descalabró al último obrero y cesó la rotura de costillas a patadas, la organización laboral de Personville tenía tanta fuerza como un cohete que ya ha sido disparado.

Pero en ese momento que nos narra Hammett se sabía al menos cómo luchar y contra quién (aunque se perdiera igual), mientras que hoy parece que estemos derrotados desde antes de cualquier lucha, puesto que no sabemos contra quién luchamos. O mejor dicho, se trataría de seguir luchando hasta tropezarnos con la verdadera imagen (ya que estamos en ello) que Joyce decidió ofrecernos, dado que Joyce quería mostrar la imagen de Dublín (en el Ulysses) como una alegoría de la parálisis: completamente de acuerdo.

Pues ¿de qué demonios estamos hablando en este texto si no del intento por evitar que el marxismo se convierta en una plastificación exacta de la parálisis?

VI

Desde esta perspectiva, he procurado no ofrecer nunca respuestas a las respuestas ya dadas (en general frágiles, cuando no directamente burdas y desquiciadas), puesto que parto de un hecho constatable: el odio visceral hacia todo lo que «huela» a marxismo o anti-capitalismo.

O bien, no ofrezco respuestas, posiblemente –sin duda– porque no las tengo: las respuestas las tenemos que buscar entre todos. Pero si planteo preguntas que interrogan a la literatura, la teoría, la historia o la vida cotidiana, lo hago desde lo que he entrevisto que podía ser marxismo (con lo que a la vez he procurado interrogar al término mismo, por supuesto).

Preguntas y más preguntas es, en fin, lo que los imprevisibles lectores podrán encontrar si buscan algo entre estas líneas. Tan solo para ver si conseguimos (entre todos, repito) abandonar la ignorancia y los prejuicios y encender alguna luz sobre lo que significa –o puede significar– de hecho el marxismo como horizonte vital. Y, por consiguiente, replantearnos a partir de ahí directamente algo acerca de nuestra propia vida, la de cada uno y la de cada una.

O sea, la de todos y la de todas las sombras que nos rodean.

Por ejemplo: se podría decir que el libro comienza preguntándose por el yo-soy y acaba convirtiéndonos en Nadie (id est: mostrando cómo el «neoliberalismo» actual nos ha convertido en nadie).

Solo que perfectamente se podría haber planteado la cuestión a la inversa: preguntándonos por el Nadie y concluyendo con el proyecto de un otro yo-soy. Lo que implicaría ya la empresa de una transformación del mundo y de cada uno (o de todos/as).

Con lo cual queda claro el argumento de la obra y el tipo de preguntas que en realidad me han interesado.

Con una apostilla final y obligada:

Este libro no existiría en la práctica (al menos tal como es) si no me hubieran impulsado a ello dos amigos de siempre y que siempre me han ayudado: Ramón Akal y Malcolm K. Read. Desearía no haberles decepcionado mucho con mi trabajo. He estructurado el libro en torno a textos inéditos y éditos (siempre revisados y rehechos) que espero cobren aquí un nuevo sentido. Delante de cada bloque hay una breve introducción explicativa. No dedico el libro a nadie en particular –ni siquiera a mis alumnos– porque lo dedico a todos y para todos los que aún creen en la libertad sin explotación.

Y recordando siempre las palabras de Althusser: «Para cambiar el mundo de base (y junto a otras muchas cosas) es preciso cambiar, de base, nuestra manera de pensar»8.

1 La explotación de los de arriba sobre los de abajo siempre ha sido total socio-vitalmente, aunque por supuesto de forma más explícita o más implícita según la coyuntura y la estructura histórica. Pero, por otro lado, supongamos que en 1848 se podía anotar que la tribu de los bororo (la de Lévi-Strauss) no estaba incluida en la lista. No sé si hoy esa anotación aún valdría.

2 Aunque se trata de dos agnósticos en épocas muy distintas, los dos han tenido mucho contacto en su juventud con la escolástica tomista. Joyce cuenta su pérdida de fe católico/irlandesa –ambas iban unidas– en el Retrato del artista adolescente y en Stephen Hero. Umberto Eco hizo su tesis doctoral sobre la Estética de Santo Tomás y eso le sirvió luego para analizar a Joyce en su libro Obra abierta y para escribir El nombre de la Rosa. En la primera década del siglo xx, cuando Joyce andaba entre Trieste y Roma, consta que en el papeleo italiano que tuvo que rellenar, en la casilla donde ponía Religione escribió Senza (o sea, sin); y aunque se ha sugerido que –entre otras cosas– quizá aún buscaba en Roma la fe perdida entre los jesuitas de Dublín, lo único que Joyce nos dice es que Roma le parecía tan solo un hombre que estuviera continuamente enseñando el cadáver de su abuela a los turistas. Pero como el medievalismo precopernicano de la Summa resulta fascinante, Joyce y Eco han jugado siempre con esa fascinación. Pensemos que el Vaticano consideró que la Summa era «el» milagro que le faltaba a Tomás de Aquino para ser santo: un libro milagroso, que, sin embargo, Santo Tomás despreciaba al morir y lo consideraba –como a toda su obra– un estercolero, pues no había podido acabar todas las cuestiones ahí propuestas. Sobra decir que muchas de las obscenidades continuas en Joyce provienen también de lo que venimos llamando su medievalismo: si el cuerpo estaba corrupto, era normal hablar de los pecados y además en su forma más obscena, según el lenguaje popular.

3 Claro que juego a dos barajas, y eso se puede prestar a equívocos. Me explico: no quiero decir solo que las relaciones de producción y las fuerzas productivas (la extracción de la plusvalía, en suma) se hayan vuelto invisibles en su propia configuración material a través de Internet, por ejemplo, etc. (algo que también es cierto, siempre que no se hable de simulacros o de otras paparruchas similares), no solo es eso. Quiero decir –y lo vengo puntuando desde el principio– que esa infraestructura capitalista, ese tipo de relaciones sociovitales, las llevamos tan hasta el fondo en nuestro inconsciente que no las percibimos nunca, son nuestra condición humana para nosotros. Y partiendo de la base de que la extracción de la plusvalía ha sido siempre invisible.

4 Teóricos del capitalismo «intersubjetivo progresista», como Dean McCannell en su libro Lugares de encuentro vacíos, Barcelona, Melusina, 2007 (versión original de 1992); o el muy sólido «intersubjetivo conservador» Robert D. Putnam, con su libro Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002. Prefiero no hablar de politólogos «autónomos» porque entonces solo nos encontraríamos con la tríada hoy triunfante: Carl Schmitt (el teólogo nazi), Leo Strauss (el adalid del «éxito» de los ricos) o F. von Hayek (el político bancario). O sea, la negación misma de una democracia real. Por eso se les dedican libros y homenajes por todas partes, como es lógico. Parece como si un jurista «de todos» como Norberto Bobbio o incluso el conservador liberal Rawls hubieran desaparecido. Y no digamos el alternativo Pietro Barcellona, que nunca ha tenido nada de «autónomo», por supuesto, y cuya obra ha sido –y es– fundamental a propósito de estas cuestiones.

5 Por cierto, y ya que aludíamos antes a la traducción de determinados términos marxistas, resulta obvio que el Finnegans Wake es intraducible en sí mismo. Joyce y Samuel Beckett intentaron traducirlo al francés (sobra decir que Beckett y Joyce dominaban el francés a la perfección). Resultó imposible el esfuerzo de ambos, sencillamente porque Joyce se había inventado una lengua nueva. Algo similar ocurrió con Marx, que se tuvo que inventar una lengua otra, no porque fuera nueva sino porque su horizonte vital y conceptual era distinto a cualquier sentido o significación entonces hegemónico. Estamos, pues, siempre retraduciendo a Marx, pero si uno no se inscribe en su horizonte conceptual entonces los términos marxistas no sirven ni para ayer ni para hoy, no cambian el sentido de lo existente, no transforman nuestra realidad mental, sino que los utilizamos para adaptarnos nosotros al poder hegemónico de hoy. Y eso es lo tremendamente trágico que suele ocurrir.

6 Lo decía ya Lenin en su última intervención pública ante el Congreso del Partido en 1922: «Hay que recomenzar, hay que partir de cero… Estudiar, aprender, escuchar la voz del pueblo, seguir analizando más…».

7 Evidentemente lo mismo se podría hacer con el resto de artículos y sustantivos, pero nos basta ahora con remitirnos al sintagma final.

8 Lo veremos en su momento. Por lo demás, sobra decir que si Raymond Carver «toma» mucho de Hemingway, yo he vuelto a «retomar» ahora un título fascinante del propio Carver, What We Talk About When We Talk About Love. Lo utilicé, en efecto, en mi libro De qué hablamos cuando hablamos de literatura (Granada, Comares, De guante blanco, 2002) y lo vuelvo a utilizar ahora. La razón es muy simple: si apenas sabemos algo de lo que hablamos cuando hablamos de amor, lo mismo ocurre cuando hablamos de literatura y –para qué decirlo– cuando hablamos de marxismo. Por eso es obvio que se trata de plantear bien las preguntas, pues las respuestas solo pueden ser un quizás o un es posible que… en los tres casos.