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Akal / Pensamiento crítico / 7

E. F. Schumacher

Lo pequeño es hermoso

Apéndice de G. McRobie «Lo pequeño es posible»

Traducción: Óscar Margenet

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Prefacio

Los sucesos analizados en los ensayos de este libro se han acelerado durante los últimos seis meses con tal rapidez que aún desconcierta a quienes mucho tiempo atrás los habían anticipado. La llamada crisis del petróleo no es una crisis en el sentido ordinario de este trillado término, sino un hito en la historia del mundo moderno, largo tiempo esperada, se podría decir, pero no obstante difícil de aceptar. ¿Reforzará la influencia de los que defienden el «retorno al hogar» o la de los que preconizan la «huida hacia delante»? ¿Nos ayudará a librarnos del gigantismo y de la violencia o nos conducirá más profundamente a esas aberraciones? ¿Vamos a seguir aferrándonos a un estilo de vida que crecientemente vacía al mundo y desbasta a la naturaleza por medio de su excesivo énfasis en las satisfacciones materiales, o vamos a emplear los poderes creativos de la ciencia y de la tecnología, bajo el control de la sabiduría, en la elaboración de formas de vida que se encuadren dentro de las leyes inalterables del universo y que sean capaces de alentar las más altas aspiraciones de la naturaleza humana? Éstas son las preguntas que deberían haber ocupado nuestra atención durante muchas décadas en el pasado y que ahora están planteadas muy claramente, por no decir brutalmente.

Las recientes acciones de los países productores de petróleo han dramatizado la situación, pero de ninguna manera la han creado. Tal como escribía algunos años atrás y repito en el capítulo VIII de este libro: «El interés real a largo plazo para ambos, los países exportadores y los países importadores de petróleo, exige que la “vida útil” del petróleo se prolongue tanto como sea posible. Los primeros necesitan tiempo para desarrollar fuentes alternativas de vida, y los últimos lo necesitan para ajustar sus economías dependientes del petróleo a una situación que ha de surgir dentro de la expectativa de vida de la mayoría de la gente que hoy está viva, cuando el petróleo sea más escaso y mucho más caro. El peligro mayor para ambos es la continuación de un rápido crecimiento de la producción y el consumo del petróleo en todo el mundo. Los desarrollos catastróficos en el frente petrolero podrían ser evitados sólo si la armonía básica de los intereses a largo plazo de ambos grupos de naciones viniera a ser algo totalmente real y una acción concertada se llevara a cabo para estabilizar y reducir gradualmente el flujo anual de consumo de petróleo».

Hay optimistas que proclaman que «todos los problemas tienen solución», que las crisis del mundo moderno no son nada más que problemas de principiantes en el camino hacia una opulenta madurez. Hay pesimistas que hablan de una inevitable catástrofe.

Lo que necesitamos son optimistas que estén totalmente convencidos de que la catástrofe es ciertamente inevitable salvo que nos acordemos de nosotros mismos, que recordemos quiénes somos: una gente peculiar destinada a disfrutar de salud, belleza y permanencia; dotada de enormes dones creativos y capaz de desarrollar un sistema económico tal que la «gente» esté en el primer lugar y la provisión de «mercancías» en el segundo. La provisión de mercancías, sin duda, se cuidará entonces de sí misma.

Esto costará mucho trabajo a través de tareas nuevas, experimentales y placenteras.

La gente optimista de la que hablamos, sin embargo, no ha temido nunca el trabajo.

24 de enero de 1974

E. F. S.

Muy poca gente puede contemplar los logros de la energía práctica y de la habilidad técnica sin experimentar alegría, ya que aquéllas, desde la última parte del siglo xvii, transformaron el rostro de la civilización material, de la cual Inglaterra fue la más audaz –aunque no demasiado escrupulosa– pionera. No obstante, si las ambiciones económicas son buenas sirvientes, resultan malas maestras.

Los hechos más obvios son fácilmente olvidados. Tanto el orden económico existente como los numerosos proyectos propuestos para reconstruirlo se desvanecen por su olvido de este axioma: dado que todos los hombres tienen alma, ningún incremento en su riqueza les ha de compensar por los planes que ofenden el respeto que tienen de sí mismos y disminuyen su libertad. Si no se desea que la industria tenga que paralizarse por las continuas protestas de una naturaleza humana injuriada, una organización económica razonablemente calculada debe permitir la satisfacción de aquellos criterios que no son puramente económicos.

R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism.

En su totalidad, nuestro problema actual se refiere a actitudes e instrumentos. Estamos remodelando la Alhambra con una pala mecánica y estamos orgullosos de nuestro rendimiento. Difícilmente debemos abandonar la pala que, después de todo, tiene muchos aspectos positivos; pero tenemos la necesidad de criterios objetivos más humanos para su correcto uso.

Aldo Leopold, A Sand County Almanac.

Parte I

El mundo moderno

I. El problema de la producción[1]

Uno de los más funestos errores de nuestra época consiste en creer que el «problema de la producción» se ha resuelto. Esta creencia no está arraigada solamente en la gente que no tiene nada que ver con la producción (y por lo tanto sin contacto profesional con los hechos), sino que también es sostenida virtualmente por todos los expertos, los magnates de la industria, los que dirigen la economía de los gobiernos del mundo, los economistas académicos (y los no tan académicos), por no mencionar a los periodistas económicos. Todos ellos pueden no estar de acuerdo en muchas cosas, pero en lo que sí están de acuerdo es en que el problema de la producción se ha solucionado, en que la especie humana es, por fin, mayor de edad. Para las naciones ricas, dicen, la más importante tarea hoy día es la «educación para el esparcimiento», mientras que para las naciones pobres lo es la «transferencia de tecnología».

Que las cosas no están marchando como debieran debe atribuirse a la inmoralidad humana. La solución es construir un sistema político tan perfecto que la inmoralidad humana desaparezca y cada uno se comporte bien, no importa cuán inmoral sea por dentro. Se acepta como un hecho que cada uno nace bueno, que si uno se transforma en criminal o en explotador se debe a defectos del «sistema». Sin ninguna duda el «sistema» es malo en muchos aspectos y debe ser cambiado. Una de las principales razones por las que el sistema es malo, y a pesar de ello sobrevive, es esta opinión errónea de que «el problema de la producción se ha solucionado». Como todos los actuales sistemas están impregnados por este error, no queda mucho para elegir entre ellos.

El surgimiento de este error, tan flagrante como firmemente arraigado, está estrechamente vinculado a los cambios filosóficos, por no decir religiosos, en la actitud del hombre hacia la naturaleza en los últimos tres o cuatro siglos. Tal vez debería decir: la actitud del hombre occidental hacia la naturaleza. Pero dado que todo el mundo está sufriendo un proceso de occidentalización, la afirmación más general parece justificada. El hombre no se siente parte de la naturaleza, sino más bien como una fuerza externa destinada a dominarla y conquistarla. Aún habla de una batalla contra la naturaleza olvidándose que, en el caso de ganar, se encontraría él mismo en el bando perdedor. Hasta hace poco la batalla parecía ir lo bastante bien como para darle la ilusión de poderes ilimitados, pero no tan bien como para permitirle vislumbrar la posibilidad de la victoria total. Ésta es ahora evidente y mucha gente, aunque sólo sea una minoría, está comenzando a comprender lo que ello significa para la continuación de la existencia de la humanidad.

La ilusión de poderes ilimitados, alimentada por los asombrosos adelantos científicos y técnicos, ha producido como consecuencia la ilusión de haber resuelto el problema de la producción. Esta ilusión está basada en la incapacidad para distinguir lo que es renta y lo que es capital, justo donde esta distinción importa más. Todo economista y hombre de negocios está familiarizado con esta distinción y la aplica conscientemente y con considerable sutileza en todos los asuntos económicos, salvo donde es realmente importante: allí donde se trata del capital irreemplazable que el hombre no ha creado sino simplemente descubierto y sin el cual nada puede hacer.

Un hombre de negocios no considerará que una determinada empresa ha resuelto sus problemas de producción y llegado a ser viable si comprueba que la misma está consumiendo rápidamente su capital. ¿Cómo podríamos descuidar este hecho tan vital cuando se trata de la economía de esta empresa realmente grande, la Nave Espacial Tierra y, en particular, de la de sus valiosos pasajeros?

Una explicación razonable del porqué del descuido de un hecho tan vital es que nos hemos alejado de la realidad e inclinado a pensar que todo aquello que no hemos hecho nosotros mismos es algo sin valor. Inclusive el propio doctor Marx cayó en este lamentable error cuando formuló la denominada «teoría del valor trabajo». Ahora bien, es obvio que hemos trabajado para generar parte del capital que nos ayuda a producir (v. g. una amplia base de conocimiento científico-técnico y de otro tipo; una elaborada infraestructura física; innumerables formas de sofisticado equipo de capital, etc.). Pero todo esto no es sino sólo una pequeña parte del capital total que estamos empleando. El capital proporcionado por la naturaleza es mucho más importante que el aportado por el hombre. Y nosotros no reconocemos este hecho. Esa mayor proporción que nos da la naturaleza está siendo usada a un ritmo alarmante; por esto es un error absurdo y suicida actuar sobre la creencia de que el problema de la producción se ha resuelto.

Observemos más de cerca este «capital natural». Antes que nada, y para comenzar por lo más obvio, tenemos los combustibles fósiles. Estoy seguro de que nadie negará que estamos tratando esos combustibles como si fueran artículos de renta a pesar de ser, innegablemente, bienes de capital. Si los tratásemos como bienes de capital nos preocuparíamos de su conservación, haríamos cualquier cosa que estuviera al alcance de nuestra mano para minimizar su actual tasa de consumo. Podríamos decir, por ejemplo, que el dinero obtenido por la venta de estos valiosos bienes –bienes irreemplazables– debería destinarse a un fondo especial dedicado exclusivamente al desarrollo de métodos de producción y sistemas de vida que no dependan para nada de los combustibles fósiles o que dependan de ellos sólo en una pequeña proporción. Esta y muchas otras cosas deberíamos hacer si tratásemos a los combustibles fósiles como capital y no como renta. No sólo no hacemos ninguna de ellas, sino que hacemos exactamente lo contrario; no nos interesa para nada la conservación y estamos maximizando en lugar de minimizar el ritmo del consumo. Estamos lejos de interesarnos en estudiar las posibilidades de métodos alternativos de producción y de formas de vida, a fin de poder salir de la pendiente por la que nos deslizamos a una velocidad cada vez mayor. Hablamos alegremente de ilimitados progresos siguiendo los caminos trillados de «educación para el esparcimiento» en los países ricos y de «transferencia de tecnología» en los países pobres.

La liquidación de estos bienes de capital continúa tan rápidamente que, aun en el país considerado como el más rico del mundo, los Estados Unidos de América, hay muchos hombres preocupados, con puestos de responsabilidad en la Casa Blanca, pidiendo una conversión masiva de carbón a petróleo y gas, o demandando aún mayores esfuerzos para investigar y explotar los tesoros de la tierra que quedan. Observen las cifras que se prevén bajo el título «Requerimientos mundiales de combustible para el año 2000». Ahora estamos usando el equivalente de algo así como 7.000 millones de toneladas de carbón y dentro de veintiocho años las necesidades serán tres veces mayores: ¡alrededor de 20.000 millones de toneladas! ¿Qué son veintiocho años? Si miramos atrás, nos llevarían al mundo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, desde entonces el consumo de combustible se ha triplicado. No obstante, ese aumento representó un incremento equivalente a menos de 5.000 millones de toneladas de carbón. Ahora hablamos tranquilamente de un incremento que es tres veces más grande. La gente se pregunta: ¿podrá lograrse? La respuesta es: debe hacerse y por lo tanto se hará. Se podría decir (con perdón de John Kenneth Galbraith) que éste es el caso del hombre amable guiando al ciego; pero ¿para qué levantar calumnias? Ocurre que la pregunta misma está mal planteada, porque implícitamente asume nuestro tratamiento de esos bienes como si fueran renta y no capital. ¿Por qué el año 2000? ¿Por qué no el año 2028, cuando los niños que hoy están jugando estarán haciendo planes para jubilarse? ¿Habrá otro aumento de tres veces entonces? Cuando comprendamos que estamos tratando con capital y no con renta, todas estas preguntas y respuestas se volverán absurdas, ya que los combustibles fósiles no están hechos por el hombre, no pueden ser reciclados. Cuando se terminen, ¡se habrán terminado para siempre!

Podrán preguntarse: ¿qué hay entonces de los combustibles denominados «de renta»? Pues bien, ¿qué hay acerca de ellos? Actualmente contribuyen con menos del 4 por 100 (calculado en calorías) del total mundial. En un futuro cercano tendrán que contribuir con el 70, 80 ó 90 por 100. Hacer algo a pequeña escala es una cosa, hacerlo a una escala gigantesca es algo muy diferente. Para hacer impacto en el problema del combustible en el mundo, las contribuciones tienen que ser realmente formidables. ¿Quién dirá que el problema de la producción se ha resuelto, cuando se trata de combustibles de renta requeridos a una escala verdaderamente gigantesca?

Los combustibles fósiles son una parte del «capital natural», aunque nosotros insistamos en tratarlos como si fueran de consumo corriente, como si fueran una renta y nunca como si fueran la parte más importante de ese capital natural. Si despilfarramos nuestros combustibles fósiles amenazamos la civilización, pero si despilfarramos el capital representado por la vida natural que nos rodea, amenazamos la vida misma. La gente está despertando a la realidad de esta amenaza y demanda que la contaminación sea detenida. Piensan que la contaminación es más bien un hábito desagradable practicado por irresponsables o desaprensivos quienes, valga la imagen, tiran la basura por encima de la cerca del jardín del vecino. Una conducta más civilizada, concluyen, significará costes extras y, por lo tanto, necesitamos un ritmo de crecimiento económico más rápido para estar en condiciones de afrontarlos. De ahora en adelante, dicen, debiéramos usar por lo menos algunos de los frutos de nuestra creciente productividad, para elevar el «nivel de vida» y no solamente incrementar el consumo. Todo esto está bien, pero sólo toca la superficie del problema.

Para llegar al corazón del mismo asunto, haríamos bien en preguntarnos: ¿por qué será que todos estos términos: contaminación, medio ambiente, ecología, etc., de pronto se han transformado en términos de actualidad? Después de todo hemos tenido un sistema industrial durante bastante tiempo y aun así estas palabras eran virtualmente desconocidas cinco o diez años atrás. ¿Será esto un entusiasmo pasajero e inesperado, una estúpida moda o tal vez una repentina falta de entusiasmo?

No es difícil encontrar una explicación. De la misma manera que sucede con los combustibles fósiles, hemos estado viviendo del capital de la naturaleza viva por bastante tiempo y a un coste bastante modesto. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, nos las ingeniamos para elevar este coste a proporciones alarmantes. Si las comparamos con lo que ocurre ahora y con lo que ocurrió en el último cuarto de siglo, todas las actividades industriales del hombre hasta la Segunda Guerra Mundial inclusive son insignificantes. Tomando el mundo en su conjunto, parece que en los próximos cuatro o cinco años veremos más producción industrial que toda la lograda por la humanidad hasta 1945. En otras palabras, muy recientemente –tan recientemente que la mayoría de nosotros apenas si ha tomado conciencia de ello– se ha operado un salto cuantitativo excepcional de la producción industrial.

También ha habido un salto cualitativo de excepción, en parte como causa y también como efecto de lo anterior. Nuestros científicos y técnicos han aprendido a elaborar sustancias desconocidas por la naturaleza. La naturaleza está prácticamente indefensa frente a muchas de estas sustancias. No hay ningún agente natural que las ataque y las descomponga. Es como si ciertos aborígenes fueran de repente atacados con fuego de ametralladora: sus arcos y flechas no les servirían de nada. Estas sustancias desconocidas para la naturaleza deben su efectividad casi mágica al hecho de que aquélla se encuentra indefensa. Y de ahí también su peligroso impacto en la ecología. Desde hace apenas unos veinte años esas sustancias aparecieron en grandes cantidades. Como no tienen enemigos naturales tienden a acumularse y, en consecuencia, a largo plazo estas acumulaciones, en muchos casos, se convierten en extremadamente peligrosas. En otros casos su efecto es totalmente imprevisible.

En otras palabras, los cambios de los últimos veinticinco años en la calidad y cantidad de nuestros procesos industriales han producido una situación totalmente nueva. Situación que es el resultado no de nuestros fracasos precisamente, sino de los que nosotros suponíamos que eran nuestros más grandes éxitos. Y todo esto ha sobrevenido tan de repente que apenas si nos percatamos de que estamos consumiendo velozmente un tipo de bienes de capital irreemplazables, los llamados márgenes de tolerancia, que la bondadosa naturaleza siempre mantiene en reserva.

Permítaseme volver ahora al problema de los «combustibles de renta», al que he aludido previamente de una manera algo caballeresca. Nadie está sugiriendo que el sistema industrial universal que se supone estará operando en el año 2000, o sea dentro de una generación, estará alimentado básicamente con fuerza motriz producida por el agua o el viento. Por el contrario, se nos dice que estamos entrando en la era nuclear. Ésta ha sido la creencia durante bastante tiempo (más de veinte años) y aun así la contribución de la energía nuclear a las necesidades energéticas y de combustibles del hombre es todavía minúscula. En 1970 representó el 2,7 por 100 en Gran Bretaña, el 0,6 por 100 en la Comunidad Europea y el 0,3 por 100 en los Estados Unidos de América, para mencionar sólo los países que se encuentran a la cabeza. Tal vez podríamos pensar que los márgenes de tolerancia de la naturaleza estarán en condiciones de absorber tan pequeñas cargas, a pesar de lo cual hay mucha gente profundamente preocupada hoy en día, como el doctor Edward D. David, consejero científico del ex presidente Nixon, quien hablando acerca del almacenamiento de desechos radioactivos dice: «A uno le vienen náuseas de pensar que algo deba permanecer enterrado y bien sellado por 25.000 años antes de que sea inofensivo».

De cualquier manera, la cuestión que quiero establecer es muy simple: la propuesta de reemplazar cada año miles de millones de toneladas de combustibles fósiles por energía nuclear significa «resolver» el problema del combustible creando un problema ambiental y ecológico de una magnitud tan monstruosa que el doctor David no será el único al que le vengan náuseas. Significa resolver un problema mandándolo a otra esfera, creando un nuevo problema infinitamente más grande.

Una vez dicho esto, estoy seguro de que me voy a enfrentar con otra afirmación aún más osada, es decir, que los científicos y técnicos del futuro serán capaces de crear normas y precauciones de tal perfección en cuanto a la seguridad que el uso, transporte, procesamiento y almacenamiento de cantidades siempre crecientes de materiales radioactivos será algo enteramente seguro. También que los políticos y científicos sociales estarán abocados a la tarea de crear una sociedad mundial en la que las guerras y los disturbios civiles jamás puedan ocurrir. Ésta es, otra vez, el intento de resolver un problema mandándolo a otra esfera, en este caso a la esfera de la conducta del hombre. Y esto nos lleva a la tercera categoría de «capital natural», el mismo que despilfarramos sin solución de continuidad porque lo consideramos una renta, como si fuera algo que nosotros mismos hemos creado y pudiéramos reponer fácilmente apelando a nuestra alabada y creciente productividad.

¿No es acaso evidente que nuestros métodos actuales de producción están carcomiendo la sustancia misma del hombre moderno? Para mucha gente, sin embargo, esto no es en absoluto evidente. Ahora que hemos solucionado el problema de la producción, dicen, ¿cuándo estuvimos mejor que ahora? ¿No estamos acaso mejor alimentados, mejor vestidos y mejor alojados que nunca –inclusive mejor educados–? Por supuesto que sí, que la mayoría de nosotros lo estamos, pero de ninguna manera todos, sino los que vivimos en los países ricos. Pero esto no es lo que quiero decir cuando empleo la palabra «sustancia». La sustancia del hombre no puede ser medida por el Producto Nacional Bruto (PNB). Tal vez no pueda medirse de ninguna otra manera, salvo por ciertos síntomas de desviaciones. Sin embargo, éste no es el lugar apropiado para analizar las estadísticas de síntomas tales como el crimen, el uso de drogas, el vandalismo, el desequilibrio mental, la rebeldía, etc. Las estadísticas jamás prueban nada.

Comencé diciendo que uno de los más funestos errores de nuestra época es la creencia de que el problema de la producción está solucionado. Esta ilusión, sugería, se debe principalmente a nuestra incapacidad para reconocer que el sistema industrial moderno, con toda su sofisticación intelectual, consume las bases mismas sobre las cuales se ha levantado. Para usar el lenguaje de los economistas, el sistema vive de capital irreemplazable al que alegremente se considera una renta. Especifiqué tres categorías para tal capital: los combustibles fósiles, los márgenes de tolerancia de la naturaleza y la sustancia humana. Inclusive si algunos de mis lectores rehusaran aceptar las tres partes de mi argumento, sugeriría que cualquiera de las tres es suficiente para corroborar mi tesis.

¿Y cuál es mi tesis? Simplemente, que nuestra más importante tarea es salir de la pendiente por la que nos deslizamos. ¿Y quién puede emprender tal tarea? Pienso que cada uno de nosotros, sea viejo o joven, fuerte o débil, rico o pobre, influyente o no. Hablar del futuro sólo es útil cuando conduce a la acción ahora. ¿Qué es lo que podemos hacer ahora si todavía estamos insistiendo en la postura del cuándo estuvimos mejor que ahora? Por lo menos, que ya es decir mucho, debemos entender el problema en su totalidad y comenzar por ver la forma en que se puede desarrollar un nuevo estilo de vida, con nuevos métodos de producción y nuevas pautas de consumo, un estilo de vida diseñado para la permanencia. Daré sólo tres ejemplos preliminares: en agricultura y horticultura podemos interesarnos en el perfeccionamiento de métodos de producción que sean biológicamente sanos, en el mejoramiento de la fertilidad del suelo y en producir salud, belleza y solidez. Entonces la productividad se cuidará a sí misma. En la industria podemos interesarnos en la evolución de la tecnología de pequeña escala, relativamente no violenta, «tecnología con rostro humano», de modo que la gente tenga oportunidad de disfrutar mientras trabaja, en lugar de trabajar sólo para recibir el sobre con su salario y esperar el momento del esparcimiento para poder disfrutar, esto último no siempre con mucha convicción, por otra parte. En la industria, también, porque sin duda la industria es una suerte de marcapasos de la vida moderna, podemos interesamos en nuevas formas de asociación entre administración y trabajadores, inclusive en nuevas formas de propiedad común.

A menudo oímos decir que estamos entrando en la era de la «sociedad educada». Esperemos que esto sea cierto. Todavía tenemos que aprender a vivir en paz no sólo con nuestros vecinos, sino también con la naturaleza y sobre todo con los Altos Poderes que han creado la naturaleza y a nosotros mismos, porque, sin duda, nosotros no hemos aparecido por accidente, ni tampoco nos hemos creado a nosotros mismos.

Los temas que han sido apenas tocados en este capítulo deberán ser desarrollados a medida que sigamos adelante. Poca gente se convencerá fácilmente de que al desafío del futuro del hombre no se le puede hacer frente con ajustes marginales aquí y allá o, quizá, cambiando el sistema político.

El siguiente capítulo es una tentativa de mirar otra vez la situación general desde el punto de vista de la paz y la permanencia. Ahora que el hombre ha adquirido los medios físicos de autodestrucción, la cuestión de la paz cobra caracteres sobresalientes como nunca antes en la historia de la humanidad. ¿Cómo podría construirse la paz sin alguna seguridad de permanencia en relación a nuestra vida económica?

[1] Basado en una conferencia dada en el Instituto Gottlieb Duttweiler, Rüschlikon, cerca de Zúrich, Suiza, el 4 de febrero de 1972.